¿Qué has hecho con tu vida?

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16 de noviembre de 200826º de Pentecostés Jueces 4:1-7Salmo 1231 Tesalonicenses 5:1-11Mateo 25:14-30

¿QUÉ HAS HECHO CON TU VIDA?

El año cristiano está llegando a su fin, y las lecturas de la Biblia que hoy hemos proclamado, como las de los últimos domingos, nos ponen ante la expectativa de los últimos tiempos. Cada año comienza recordándonos la espera del nacimiento del Mesías en el pueblo de Israel, tiene su centro en los acontecimientos nucleares de nuestra fe, su pasión y su resurrección, y termina esperando su retorno, su segunda venida desde el futuro que nos aguarda en Dios, la consumación de su Reinado. En este sentido, el texto de la 1ª carta de Pablo a los cristianos de Tesalónica, el escrito más antiguo del Nuevo Testamento, nos recuerda que estamos hablando de algo impredecible, del que nadie puede fijar plazos ni etapas: “Sabéis muy bien que el día del regreso del Señor llegará cuando menos se espere, como llega un ladrón en la noche” (1 Tes 5,2).

La espera del “Día del Señor” procede de los tiempos del Antiguo Testamento. El “resto de Israel”, formado por los anawim, los “pobres de Yahveh” que esperaban de Dios su salvación después de siglos de sufrimientos, aguardaban un día en que el Señor, por medio de su Mesías, les haría justicia de las naciones que los habían sometido y angustiado. Pero Jesús, con sus enseñanzas, sus actitudes, y sus comportamientos, le da la vuelta a la esperanza de los que quedaban fieles en su pueblo: todos los seres humanos, también los miembros del pueblo que se consideraba a sí mismo elegido por Dios y destinatario privilegiado de sus promesas, serán sometidos a juicio cuando llegue “aquel día” del que habían hablado los profetas. Será el momento de ver qué ha hecho cada uno con su vida.

En esta expectativa, el evangelio de Mateo recoge en este capítulo los discursos de Jesús que tienen precisamente carácter escatológico, y nos sitúan ante la venida definitiva del Reino de Dios, un acontecimiento que será a la vez la culminación de nuestro tiempo, de nuestra historia, y el regalo de Dios mismo viniendo a nosotros en Jesucristo, el inicio de un tiempo nuevo, “eterno”, distinto, con Dios.

Es curioso. Jesús apenas enseña nada concreto acerca de estos acontecimientos últimos. Sólo se mueve entre ideas vagas y generales. Incluso llega a decir que ni siquiera él sabe cuándo llegará el Reino, porque eso es algo que sólo el Padre conoce. Y, sin embargo, toda la predicación de Jesús nos habla del Reinado de Dios. Es como si tomara el futuro más lejano y lo trajera hasta nosotros, poniéndolo delante de nuestras narices.

La parábola que hemos leído hoy en el evangelio de Mateo es muy conocida. Pero la Palabra de Dios quiere siempre ser escuchada de nuevo y acogida en lo más íntimo de nosotros mismos. Por eso vamos a detenernos una vez más en su estudio.

La parábola nos presenta a cuatro personajes en acción: Un “señor” y tres “criados”. Se trata de un “señor” de los de entonces. Un hombre libre con grandes propiedades y sus tres “criados” más importantes. En realidad se trataba de esclavos. Los grandes señores no sólo adquirían esclavos para hacer de mano de obra. También los había médicos, y profesores… y administradores. Normalmente habían sido hechos prisioneros en una guerra, transportados desde lejos, y vendidos en un mercado de esclavos. Los esclavos pertenecían a la familia, en el doble sentido. Y los esclavos importantes podían ser los colaboradores inmediatos de su señor, formando parte de su círculo más íntimo.

Él señor de la parábola ha de emprender un viaje, también de los de entonces. A pie o, como mucho, en un asno, o una mula. Si era más rico, en un carro. A través de las calzadas construidas para el ejército romano, o por caminos de tierra. Sólo los ricos se podían permitir viajar con criados armados, para defenderse de los bandidos. En un viaje “a otro país” de los de aquellos, sabías cuándo salías pero nunca cuándo ibas a volver.

El señor de la parábola confía en sus siervos. Tanto, que les encarga una tarea que precisa, no sólo de una gran confianza, sino, además, de capacidad para realizarla. La tarea que les encarga es administrar su fortuna mientras está ausente, comprar y vender en su nombre. Hacer negocios con su dinero para aumentarlo. Y reparte su capital entre los tres. No les reparte dinero, sino trabajo. El dinero no es para ellos, no es un regalo, sino que se lo confía para que lo administren.

Los tres servidores no son iguales, ni falta que hace. Y el señor lo sabe. Un reparto igualitario habría sido injusto, porque habrían estado en desigualdad de condiciones para administrar el dinero. Y por eso reparte su capital de acuerdo con la capacidad de cada uno de los servidores. Teniendo en cuenta que un talento eran unos 6.000 denarios, y un denario unos 20 euros, lo que entrega a cada uno de los criados vienen a ser unos 600.000 € al primero, 240.000 € al segundo, y 120.000 € al tercero. De todas maneras, por lo que dice después el texto, parece que esto era para “poca cosa” para este señor.

Pasa el tiempo, se supone que mucho, y cuando el amo regresa pasa cuentas con sus administradores. Los dos primeros han duplicado el capital que les había confiado, es decir, le devuelven el capital más el 100% de intereses. El último, en cambio, le devuelve la misma cantidad que le había confiado. Ni un euro más, ni uno menos. Nos dice el texto desde el principio que, en lugar de negociar con el dinero, había hecho un agujero en tierra y había enterrado en él el dinero.

A partir de aquí se produce un cambio en la relación entre el señor y sus servidores. Y una ruptura. Él había confiado en ellos. En los tres por igual. Y los dos primeros, con su actuación, “en lo poco” que les había confiado, se han mostrado dignos de la confianza que había depositado en ellos. ¿Cuál es la recompensa que les da su señor? Más confianza. En lo laboral, les promete ponerlos al cargo de mayores bienes, un trabajo de más responsabilidad. No les da dinero, sino más trabajo. Pero también hay un cambio en la “calidad” de la confianza. Les hace “entrar en su gozo”, “entra y alégrate conmigo”. Suena a fiesta. Quizás la que estaba celebrando la familia por el retorno de la persona querida. El señor les hace pasar de servidores a amigos íntimos. Más confianza y más responsabilidad, en una relación personal más estrecha.

Al tercer criado le quita su trabajo y se lo da al primero. Insisto, no se trata de dinero para él, sino de más responsabilidad y de más trabajo. Y a aquél lo echa a la calle. Literalmente. Por ser “un criado malo y holgazán”. En la casa estaban de fiesta, pero este hombre no podía quedarse allí, y lo echan fuera, en medio del campo. En la negra noche, expulsado de la familia, fuera de la alegría del regreso de su señor. “Allí llorará y le rechinarán los dientes”. De pura rabia. Echando pestes de su amo, e incapaz de reconocer su error.

¿Por qué había actuado así este hombre? ¿Por qué, en lugar de trabajar con el capital que le habían confiado, se limita a esconderlo, a tenerlo inutilizado? ¿Por qué, como le reprocha su amo, no lo ha confiado a los banqueros (que ya existían) para que le rente un mínimo de intereses?

Por miedo. “Tuve miedo”. Durante todo el tiempo que duró la ausencia de su señor, tuvo miedo de él. Tuvo miedo de no contentar a su señor, de no conseguir agradar a su señor con su trabajo, de no hacerlo bien, a gusto de su señor. El señor había confiado en él como había confiado en los otros dos. Pero así como sus dos compañeros habían confiado en su señor y le habían devuelto su confianza, el tercer servidor desconfió de él. Pensó que no se lo iba a agradecer. Ni siquiera pidió ayuda a otros. No le mereció la pena.

¿Y por qué esta desconfianza? Porque tenía una imagen equivocada de su señor: “Yo sabía que eres un hombre duro, que cosechas donde no sembraste y recoges donde no esparciste”. Pero esto no era verdad. Su amo había confiado en él tanto como en sus compañeros, aunque fuera “según su capacidad”. Y ahora estaba recompensando con creces a los otros dos criados. No era un hombre duro, sino alguien en quien se podía confiar. Pero este hombre había desconfiado de él. Y por eso tuvo miedo. Y por eso lo perdió todo.

Jesús nos pone ante la perspectiva de la llegada definitiva del Reino. Pero cambia el sentido del discurso. Lo importante no es el final, ni cuándo llegue el final, sino que el final ha empezado ya. El Reino ya está aquí. Desde la llegada de Jesús. Y a todos sus seguidores y discípulos nos otorga una tarea: Vivir. Vivir el evangelio. Poner en funcionamiento todo el significado del evangelio, todo lo que en el evangelio hay de valioso. Mateo lo ha estado explicando desde el principio de su relato (cf. Mt 5,1ss): empezar por reconocer nuestra pobreza, que sólo somos servidores del Señor del Reino, ser fuertes y constantes como los “mansos”, buscar la justicia del Reino con “hambre y sed”, ser compasivos como el mismo Dios, tener un corazón limpio, capaz de confiar en el Dios que previamente ha confiado en nosotros, trabajar por la paz entre los hombres y entre los hombres y Dios… Para poder así vivir con alegría, confiando en entrar en “el cielo”. Pero no en el de los astronautas, sino en “el hogar” de Dios, en su “familia”, en su intimidad, como si fuéramos hijos suyos en vez de servidores… Y ser sal de la tierra, dándole sabor… Y ser luz del mundo, dándole sentido…

Ante la radicalidad del Reinado de Dios, Jesús plantea a sus seguidores una cuestión: ¿Qué estás haciendo con tu vida? Y nos hace descubrir que lo que hagamos con nuestra vida depende totalmente de la confianza con la que respondamos a la confianza que Dios pone en nosotros. Y nuestra confianza en Dios va a depender, en todos los sentidos, de la imagen que tengamos de él. Y al revés. Según la manera que tengamos de servir a Dios, podremos descubrir cuál es la imagen que de él tenemos. Si sólo pensamos en “cumplir”, en “hacer lo justo” (que suele ser “hacer lo mínimo”), en buscar en todo momento “el libro de instrucciones”, es porque no confiamos en él. Y porque no confiamos en nosotros mismos como él lo hace. Y nos entra el miedo. ¿Lo estaré haciendo mal? ¿Qué tengo que hacer “exactamente”?

Y no va por ahí. Al hacerse uno de nosotros hasta dejarse matar por nosotros, Dios ha confiado en nosotros. Nos ha confiado su Reino. Y su propia vida. Y nos ha hecho libres, no sólo para dirigir nuestra vida, sino para gestionar su Reinado aquí y ahora, hasta su consumación definitiva. El Reino nos lo estamos jugando ahora. En nuestras opciones: entre la confianza y el miedo, entre el amor y el temor, entre la esperanza y la desesperación. Entre la fiesta, y la amargura, el llanto y el crujir de dientes.

Buscad al Dios de Jesús. AMÉN.

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