¡Permaneced despiertos!

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30 de noviembre de 20081º de Adviento Isaías 64:1-9Marcos 13:24-37

¡PERMANECED DESPIERTOS!

Es un tópico. Pero cuando nos reunimos en la iglesia los domingos no podemos dejarnos en casa todo cuanto vemos, oímos o leemos en los medios de comunicación. Con el desarrollo de los medios, la realidad no está ahí, esperando que vayamos a buscarla, sino que viene a nuestro encuentro. Y muchas veces, cuando nos enfrentamos con la realidad, la sensación que experimentamos es de un auténtico desastre. Desde hace unos meses estamos en plena crisis económica, la primera que afecta a una economía globalizada. Pero también hay otras cosas que nos sobrepasan, como el terrorismo a escala mundial, que esta semana ha dejado una visión de espanto en la India… Y las guerras entre etnias en África… Y las hambrunas en todo el tercer mundo, que empiezan a producirse incluso en el interior de los países “civilizados”… Y terremotos, inundaciones, la amenaza del calentamiento del planeta… ¿Sigo?

Perdonadme, pero todo esto no es nuevo. A lo largo de toda la historia de la humanidad, ha habido muchos momentos en que el ser humano ha vivido sumido en el desastre, con la sensación de que las cosas no podían continuar así, de que el mundo, su mundo, se estaba hundiendo. Y las causas de esta sensación han sido siempre las mismas: unas naturales, y otras, producidas por la maldad o la estupidez humana. También en la Biblia encontramos textos que son como un eco de esta experiencia, con la única diferencia de dicha experiencia estaba vivida desde la fe. En el texto que hemos leído en Isaías, el pueblo de Israel clamaba a Dios en su angustia: “Ojalá rasgaras el cielo y bajaras!” (v. 1).

Porque el punto de partida de la experiencia bíblica es que éste es un mundo sin Dios. Los hombres y mujeres hemos construido, desde el principio y a lo largo de los siglos, una sociedad sin Dios, al margen de Dios, como si Dios no existiera. Sin embargo, el relato bíblico es la narración de cómo Dios “viene” al encuentro del ser humano, del hombre y la mujer concretos, y de ese encuentro entre Dios y los hombres surge la historia. Dios “viene” a Abraham, a Moisés, a los profetas, y por medio de ellos viene a su pueblo, y por medio de su pueblo… Dios quiere “venir” a cada uno de los seres humanos y ser recibido por ellos, por nosotros…

Eso es lo que celebramos en el tiempo de Adviento, que estamos empezando hoy. Decimos que en Adviento nos preparamos para la celebración de la Navidad. Pero no se trata de empezar a comprar cosas y más cosas para hacer una gran fiesta. No nos referimos a eso. Nos preparamos para encontrar el sentido de la Navidad, el significado que los acontecimientos que celebramos, y que ocurrieron hace dos mil años, tienen para nosotros y para nuestras vidas.

Y la Navidad significa que Dios viene. Que en aquel niño que nace de María está Dios “rasgando el cielo y bajando” para encontrarse con la humanidad. En Jesús, cuyo nombre significa “Dios salva”, podemos ver a Dios. El problema es que, en Jesús, Dios no viene como nosotros nos imaginamos que tiene que ser Dios. Dios viene hecho un ser humano, un hombre concreto, con nombre y apellidos, de carne y hueso.

El Adviento nos recuerda también que Dios, hecho ya definitivamente uno de nosotros en Jesucristo, Jesús el Mesías, el que viene a salvar, no sólo “vino” en el pasado, sino que sigue “viniendo” a nuestras vidas. Cada día. Y no sólo, como solemos decir, “a nuestro corazón”. Recordad el texto del evangelio de Mateo: “Os aseguro que todo lo que hicisteis por uno de estos hermanos míos más humildes, por mí mismo lo hicisteis” (25,40)… “Os aseguro que todo lo que no hicisteis por una de estas personas más humildes, tampoco por mí lo hicisteis” (25,45). Dios hecho hombre en Jesucristo “viene” a nosotros en aquellos en quienes quiere ser amado y servido: en los pobres, los enfermos, las víctimas de toda clase de males, los que no tienen a nadie más que a Dios.

Porque el Adviento nos recuerda también que Dios viene a nosotros donde menos esperamos encontrarlo: en un hombre incomprendido por su familia, abandonado por sus amigos, rechazado por las personas honradas y piadosas, condenado injustamente, torturado y ejecutado… ¡Cuántos hombres y mujeres viven y mueren así en el mundo! El Adviento nos recuerda que Dios viene a nosotros en Jesús crucificado. Que, en la persona de su Hijo, Dios se ha dejado asesinar por nosotros. Y que Dios quiere ser encontrado precisamente en el crucificado de Jerusalem y en todos los “crucificados” de este mundo: “Si alguno se avergüenza de mí y de mi mensaje delante de esta gente infiel y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga con la gloria de su Padre y con sus santos ángeles” (Mc 8,38)

¡Ah! Es que el Adviento, por último, nos recuerda que Dios viene a nuestro encuentro en el futuro. Desde el futuro. Porque Dios es el Dios del futuro. Dios prepara un futuro para la humanidad. Aquello que todos necesitamos, aquello que todos anhelamos, aquello que todos buscamos, aunque no siempre en el sitio correcto. El futuro no es la ruina económica, ni la destrucción nuclear, ni la angustia, ni la noche, sino la vida. La vida “eterna”, la vida “de calidad”, la vida verdaderamente humana… La vida que nos ofrece Dios en Jesucristo y que será la vida de todos juntos, junto a Jesucristo. “Nosotros esperamos el cielo nuevo y la tierra nueva que Dios ha prometido, en los que todo será justo y bueno” (2 Pe 3,13).

Dios viene en Jesucristo. Cuando todo parezca que termina, cuando el sufrimiento parece que no puede ser mayor, recordad: “El Hijo del hombre ya está a la puerta” (Mc 13,29). ¿Verdaderamente queremos que venga? ¿O queremos que todo siga igual?

Pues no se trata de ponernos a esperar, sino de ponernos a trabajar. Porque no se trata de cuándo vendrá Cristo, sino de cómo vendrá y viene ya a nosotros. Se trata de escuchar y de obedecer su palabra (“el cielo y la tierra pasaran, pero mis palabras no pasarán”, Mc 13,31). De permanecer vigilantes, despiertos, para ser capaces de reconocer a Dios en la cruz. Cuando llegue el final, él nos conocerá a nosotros.

AMÉN

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