¡Gritad las buenas noticias!

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7 de diciembre de 20082º de Adviento Isaías 40:1-11Salmo 85:1-2, 8-132 Pedro 3:8-15aMarcos 1:1-8

¡GRITAD LAS BUENAS NOTICIAS!

El domingo pasado les recordaba a los hermanos de Torrevieja y Cartagena el significado de este tiempo de Adviento, los cuatro domingos que preceden a la celebración del nacimiento de Jesús. Les comentaba que vivimos en un mundo sin Dios, en una sociedad que los hombres y mujeres hemos construido, desde el principio y a lo largo de los siglos, sin Dios, al margen de Dios, como si Dios no existiera.

Pero les decía también que, en todas sus páginas, la Biblia nos narra cómo Dios “viene” a nuestro encuentro, al encuentro de los seres humanos concretos, en nuestras circunstancias, en nuestra historia. Y cuando el ser humano recibe a Dios en su vida, Dios interviene en nuestra historia y en la historia de la humanidad, conduciéndola a su cumplimiento definitivo, a la realización de las promesas de Dios.

1.    En el tiempo de Israel

Las tres lecturas que hemos proclamado están estrechamente relacionadas. El evangelista Marcos, cuando va a comenzar su relato del ministerio de Jesús, recoge una doble cita del Antiguo Testamento, dándonos la clave para poder comprender lo que él va a explicar. La primera cita es una adaptación de Mal 3,1: “Voy a enviar mi mensajero para que me prepare el camino. El Señor, a quien estáis buscando, entrará de pronto en su templo. ¡Ya llega el mensajero del pacto que vosotros deseáis!”. Pero la segunda cita está tomada, precisamente, del texto del libro de Isaías que hemos proclamado, y que nos da una amplia perspectiva para situar en su contexto el anuncio de Marcos de la llegada de Cristo.

Israel había sido infiel a Dios. A pesar de ser el pueblo del pacto, los israelitas no habían vivido según el proyecto de Dios, no habían mantenido unas relaciones correctas con Dios y con los demás. También ellos, como todas las demás naciones vecinas, habían querido “vivir su vida”, “pasando” de Dios, de “su” Dios, del Dios que les había sacado de Egipto y les había ofrecido una nueva manera de vivir. Y se habían adaptado a los dioses de los vecinos, muchos más “cómodos”: dioses que pedían ritos en vez de justicia, sacrificios en vez de una relación personal y comunitaria de confianza.

Durante siglos, los profetas habían denunciado esta situación: “Si os apartáis de Dios, si vivís sin Dios, tendréis que asumir las consecuencias. No tendréis a Dios para ayudaros. Y esos pueblos cuyos dioses y cuyas costumbres tanto os gustan acabarán con vosotros”. En el libro de Jeremías podemos leer sus denuncias de parte de Dios y el anuncio de que ni siquiera la “presencia” de Dios en su templo de Jerusalem les iba a salvar de la catástrofe, porque Dios no acepta compromisos “religiosos”, sino que pide una relación personal sincera, auténtica, vivida “desde el corazón”. Jeremías había denunciado que Israel había roto su pacto con Dios, y que Dios lo daba por anulado: “Ellos quebrantaron mi pacto, a pesar de que yo era su dueño; el pacto que hice con sus antepasados, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto” (Jer 31,32).

Los anuncios de Jeremías se cumplieron, y los soldados de Nabucodonosor se llevaron a Babilonia a los habitantes de Jerusalem, y de las tribus de Judá y Benjamín. Ya no quedaba nada del pueblo de Dios, nada lo que hacía de él el pueblo “de Dios”: ni la tierra a la que habían viajado desde Egipto con Moisés y que Dios les había entregado por Josué y los jueces, ni un descendiente de David en el trono, según la promesa dada por el profeta Natán, ni el templo construido por Salomón, en el que Dios había dicho que su pueblo podría encontrarlo siempre.

De aquel “resto” que fue llevado a Babilonia sólo un resto mantuvo su fe en Dios, en el Dios que les había sacado de Egipto. Durante cincuenta años, en medio de una cultura rica y poderosa, pero totalmente pagana, sólo unos pocos se mantuvieron unidos, reuniéndose en sus casas para hacer lo único que ahora podían: orar y leer los escritos sagrados de sus antepasados. Recordando la predicación de los profetas, leyendo de nuevo la ley dada por Dios, y con la ayuda del profeta Ezequiel, un sacerdote deportado como ellos, comprendieron su pecado y el de sus antepasados. Y se arrepintieron. Y pidieron perdón a Dios.

Cincuenta años después de su llegada a Babilonia, los deportados escuchan a un nuevo profeta. Por su boca, Dios anuncia la reconciliación: Sus mensajeros van a “consolar” a su pueblo, a curarle sus heridas, a mitigar sus sufrimientos, consecuencia de sus propios pecados y de los de sus antepasados. Dios indica incluso cómo han de hablar a Israel, a los habitantes de Jerusalem en el exilio: “al corazón”, “con cariño”, para que reciban las fuerzas necesarias para cumplir lo que Dios les va a pedir.

Como siempre, Dios pide algo a los suyos. Él salva a quienes llama, pero a quienes llama les encarga una tarea. El texto recoge dos imperativos de parte de Dios: “preparad” y “gritad”.

Es Dios quien va a actuar. Así como en el pasado Dios había sacado a su pueblo de Egipto y lo había conducido a la tierra a través del desierto, Dios “va a venir” ahora a rescatar al “resto de Israel” y lo va a conducir de nuevo a la tierra. Dios va a mostrar de nuevo su gloria, va a manifestarse a todas las naciones como un Dios fiel y salvador. Él es quien va a actuar. Pero pide a su pueblo que se ponga en movimiento y que prepare su actuación, que se prepare para ser liberado, que facilite la tarea redentora de Dios. Para que el retorno de Dios con su pueblo sea una marcha triunfal, visible para todos los demás pueblos. Dios viene: hacedle sitio, abridle un camino amplio, llano, recto, como una gran autopista. Disponedlo todo para que Dios pueda actuar como Dios entre vosotros.

 Y gritad. Gritad esta tarea. Gritad que ha llegado el momento dispuesto por Dios. Gritad que Dios está dispuesto a perdonar y a salvar.

Pero gritad también vuestra confesión de fe. Que todos sepan que estáis en Babilonia a consecuencia de vuestros pecados. Reconoced que sólo sois hombres, caducos como la hierba y débiles como las flores. Gritad que en vosotros se ha cumplido, se está cumpliendo y se cumplirá la Palabra de Dios. Porque sólo Dios permanece para siempre. Y su palabra eficaz se cumple siempre.

Grita. Levanta tu voz con fuerza, sin miedo. Súbete a un monte para que te oigan mejor. Porque tienes la misión de transmitir a todos una buena noticia, un “evangelio”: “Dios viene, ya está aquí, con todo el poder de su amor, su poder para consolar, y salvar, y restaurar”. Los antiguos “pastores” de Israel, sus reyes y gobernantes, los habían conducido a la situación en la que están. Ahora Dios, el verdadero Rey de Israel, su buen Pastor, viene a buscar y a reunir a su pueblo, con todo el cariño de que Dios es capaz.

2.    En el tiempo de Jesús

¿Podemos comprender ahora las palabras del evangelista Marcos? El va a narrar la venida de Dios hecho hombre en la persona de Jesús de Nazaret. No puede haber un acontecimiento mayor en la historia de la humanidad. Marcos escribe años después de los acontecimientos que describe en su evangelio, y conoce ya sus consecuencias. Sabe lo que ocurrió con Jesús, y cómo se formó la Iglesia, y cómo la Iglesia se ha extendido ya por muchas naciones. Sabe ya que, en Jesús, Dios ha venido como salvador poderoso. Y en los tres primeros versículos de su relato, nos escribe el título y el prefacio.

El título es una confesión de fe: “Jesucristo, el Hijo de Dios”. Jesús es el Cristo. Jesús es el Mesías, “el enviado por Dios para salvar”. Jesús mismo es el Salvador. Jesús es Yehoshúah, “Dios salva”. Jesús es Dios mismo salvando hecho un hombre.

Por eso le da a Jesús el título de “Hijo de Dios”. Marcos utiliza este título en contadas ocasiones. Sólo Dios, en el Bautismo y en la Transfiguración de Jesús, y los que están “poseídos por espíritus malignos”, saben que Jesús es el Hijo de Dios. Dios, porque de Él procede. Los espíritus del mal, porque a combatir el mal ha venido Jesús. Y dos personajes humanos: el Sumo Sacerdote de Israel, que no quiere reconocer que Jesús es “el Mesías, el Hijo del Dios bendito”. Y el centurión pagano, que había dirigido la crucifixión, que confiesa derrotado, contemplando al que está muerto en la cruz: “¡Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios!”

3.    En el tiempo de la Iglesia

Éste es el mensaje de Marcos, y éste es nuestro mensaje. Éste es el sentido del Adviento. Gritar. Anunciar con voz potente. Hacernos oír por los demás. Porque tenemos algo importante que anunciar, la mayor de las noticias que pueden escuchar los oídos humanos. En Adviento gritamos que Dios ha venido en su Hijo Jesucristo, que ha venido para salvarnos del mal que de tantas maneras nos oprime, nos atenaza, nos aparta del bien para el que Dios nos ha creado. En Adviento gritamos que Dios ha venido a todos los oprimidos, y pecadores, y desgraciados de este mundo.

Pero no nos engañemos. En Jesús, Dios no ha venido como los reyes y políticos poderosos de este mundo, ni como los grandes sacerdotes de este mundo, ni como los importantes banqueros y financieros de este mundo. La buena noticia que gritaba Marcos, y que Adviento nos hace gritar, es que Dios se nos ha acercado en la debilidad de un niño recién nacido, de un simple trabajador de Galilea, de un hombre incomprendido por sus familiares, despreciado por los importantes de este mundo, abandonado y traicionado por sus amigos y colaboradores, condenado injustamente, torturado y ejecutado. Predicamos a Jesús crucificado, el auténtico Hijo de Dios. Proclamamos a Jesús, el Hijo de Dios, crucificado y resucitado.

Esta es nuestra buena noticia. Una buena noticia que es “principio” de una nueva realidad, nuevo “génesis”, nueva actuación de Dios, nueva creación de una realidad entre Dios y los hombres, y entre nosotros los hombres. Principio del cumplimiento definitivo de las promesas de nuestro Dios, el Dios que nos habla al corazón para consolarnos, y darnos fuerzas, y ponernos en marcha, hacia una nueva realidad: los cielos nuevos y la tierra nueva en la que todo será justo y bueno.

AMÉN

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