Un signo de contradicción

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29 de diciembre de 2008Domingo de Navidad Salmo 148Isaías 61:10—62:3Gálatas 4:4-7Lucas 2:22-40

UN SIGNO DE CONTRADICCIÓN

Estos días posteriores a la navidad continuamos leyendo los textos del evangelio de Lucas que nos hablan del nacimiento y de la infancia de Jesús. Son textos muy hermosos, aparentemente sencillos, pero que encierran una gran riqueza de significado. Os invito a contemplar el cuadro de la presentación de Jesús en el templo.

1.    Los personajes

Algunos han sido ya presentados anteriormente en el relato: María, la madre. Una joven virgen escogida por Dios para ser la madre de su hijo. Sin ningún mérito por su parte, por pura gracia. Se considera la esclava del Señor y acepta su encargo. José, su prometido, descendiente del rey David, acepta su papel de hacer de padre de Jesús. Y el niño. Ha nacido de María, pero es el Hijo de Dios, concebido por la acción de su Espíritu. De momento, no hace nada. Ya lo hará todo más adelante. De momento sólo es un bebe, recién nacido.

Entran en escena nuevos personajes. Simeón, un “hombre justo” que vivía en Jerusalem. Sin meternos en honduras, un hombre según Dios: “Adoraba a Dios y esperaba la restauración de Israel” (Lc 2,25). Era piadoso: reconocía cuál era su sitio delante de Dios. Y atento a las promesas de Dios. En diálogo con Dios (hablaremos después). Y cariñoso: Coge al niño en brazos para bendecirlo. Y Ana, una anciana más piadosa todavía, que “servía día y noche al Señor en el templo, con ayunos y oraciones” (Lc 2,37). Porque sí, sin ninguna obligación. Dos profetas, un hombre y una mujer. De Ana se nos dice explícitamente. De Simeón se nos da a entender: Actúa y habla en nombre de Dios.

Y Dios, naturalmente. Parece que no está, pero es siempre el que toma la iniciativa: tiene un plan que llevar a cabo. Aunque, como siempre también, lo lleva a cabo por medio de seres humanos, varones y mujeres, que actúan como “voluntarios”.

2.    El tiempo

Por una parte, el tiempo de los hombres. El tiempo cotidiano. Siglos, años, meses, días, horas, minutos y segundos. Plazos, momentos oportunos. Tras nueve meses de embarazo, el parto. A los ocho días de nacer, la circuncisión y la imposición del nombre. Como este tiempo no se para, ahora son los días de la purificación de María (cuarenta; después hablaremos también).

Por otra parte, el tiempo de Dios. El apóstol Pablo, en la carta a los Gálatas (4,4), nos dice que “cuando se cumplió el tiempo, Dios envió a su Hijo”). Dios se adapta a los tiempos humanos, pero al final se cumplen “sus tiempos”. Lo que está ocurriendo entra en los planes de Dios. Dios lleva desde el principio de los tiempos dirigiéndose a los seres humanos, intentando hacerse oír. Y siendo rechazado casi siempre, por casi todos. Abraham le había obedecido, y de él había hecho nacer un pueblo. Ahora, de este pueblo, había nacido su Hijo. En la historia de los hombres, se desarrolla el tiempo de Israel. En la historia de Israel, surge el tiempo de Jesús. Con Jesús se inaugura un nuevo tiempo, porque con él y en él interviene Dios en la historia de los hombres y mujeres.

Pero al final de su historia humana, será Jesús quien entre en el tiempo de Dios. Por eso la iglesia vive a la vez en dos tiempos. En el tiempo de los hombres, el tiempo cotidiano del reloj y de la historia. Pero también en el tiempo de Jesús, que vive ahora en el tiempo de Dios. La iglesia vive, desde hace dos mil años, en el HOY de la salvación: En el mismo tiempo de los hombres, cada uno de sus momentos cotidianos está llamado a ser el “kairós”, el momento en que “Dios con nosotros” actúa entre nosotros y por medio de nosotros.

3.    La Ley

Los padres de Jesús viven todavía en el tiempo de Israel, que es el tiempo de la Ley. Después de circuncidar a Jesús a los ocho días de nacer, como estaba mandado, ahora van a Jerusalem para la purificación de María, “según manda la ley de Moisés”: «Cuando una mujer quede embarazada y dé a luz un varón, será impura durante siete días, como cuando tiene su periodo natural. El niño será circuncidado a los ocho días de nacido. La madre, sin embargo, continuará purificándose de su sangre treinta y tres días más. No podrá tocar ninguna cosa consagrada ni entrar en el santuario mientras no se cumpla el término de su purificación» (Lev 12,2-4).

Aquí parece que Lucas se hace un lío: Jesús no tenía que purificarse, sólo se purificaban las madres. Ni tenían que presentarlo en el templo: no estaba mandado en la ley, ni era costumbre en el judaísmo de su tiempo. Lo que sí establecía la ley era que los padres pagaran el impuesto de rescate por los primogénitos, pero para eso no hacía falta ir a Jerusalem. En cualquier caso, se trata de cumplir “lo que está escrito en la ley del Señor: «Todo primer hijo varón será consagrado al Señor»” (Lc 2,23; cf. Éx 13,2.12).

Y por eso entran en el templo “para cumplir con lo dispuesto con la ley” (Lc 2,27). Y sólo regresarán a Nazaret, la ciudad en la que vivían, “cuando ya habían cumplido con todo lo que dispone la ley del Señor”.

Como dice también Pablo en el texto de Gálatas: “Cuando se cumplió el tiempo, Dios envió a su Hijo, que nació de una mujer, sometido a la ley de Moisés” (Gál 4,4).

4.    El Espíritu

Simeón y Ana también viven en el tiempo de Israel, pero, sin saberlo, viven también los tiempos de Dios. Porque actúa en ellos, y por medio de ellos, el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios. Estaba con Simeón, y por eso Simeón era “un hombre justo, que adoraba a Dios y esperaba la restauración de Israel” (Lc 2,25). Simeón vive en su tiempo, pero esperando la actuación de Dios. Y el Espíritu le hace saber “que no moriría sin ver antes al Mesías, a quien el Señor había de enviar” (Lc 2,26).

El Espíritu Santo guía a Simeón al templo. El Espíritu hace que el tiempo de Simeón coincida con el tiempo de Dios. O se convierta en el tiempo de Dios. Y a las puertas del templo se encuentra con los padres de Jesús, que llevaban al niño. Ellos “sólo” iban “para cumplir lo dispuesto por la ley” (Lc 2,27). Y los estaba esperando Simeón, que había sido guiado por el Espíritu para cumplir los planes de Dios.

Excepto sus padres, nadie había sabido quién era aquel niño recién nacido. Ni siquiera los pastores, si no hubieran tenido el anuncio de los ángeles. Y parece que estaban más impresionados por los ángeles que por el niño. Lógico. Era un niño recién nacido. Nada más. Sólo el Espíritu hace posible que Simeón contemple en aquel niño desconocido “la salvación que has comenzado a realizar ante los ojos de todas las naciones, la luz que alumbrará a los paganos y que será la honra de tu pueblo Israel” (Lc 2,30-32). Los padres, a pesar de los anuncios de los ángeles, sólo están “asombrados”, “maravillados”. No se acaban de enterar de lo que está ocurriendo. Y “no se enterarán” hasta después de la resurrección. Pero Simeón ve más allá, porque contempla los tiempos de Dios.

Es el Espíritu de Dios, el Espíritu de su Hijo, el que nos introduce en el tiempo de Dios, al permitirnos reconocer a Dios en aquel niño nacido de José y de María. Al permitirnos reconocer la obra de Dios en nuestro propio tiempo. Es el Espíritu el que grita en nuestro corazón “Abba”, el que nos hace recocer a Dios como Padre y nos convierte en hijos y herederos de Dios.

5.    La liberación y la contradicción

Por el Espíritu de Dios, Simeón ve en aquel niño al Salvador enviado por Dios, el que ha de cumplir todas las profecías. Él aguardaba la “consolación” de Israel (cf. Is 40,1), la restauración del pueblo de Dios. Ana, “profetisa”, mujer del Espíritu, consagrada durante decenios al servicio del Señor, escucha el anuncio de Simeón, y cree en su palabra, y reconoce al niño, y habla de él “a todos los que esperaban la liberación de Jerusalem” (Lc 2,38), a todos los que esperaban la llegada del tiempo de Dios.

Simeón, desde el tiempo de Dios, contempla como ya realizada la salvación que Dios va a realizar por medio de aquel niño. De momento sólo él la contempla y sólo Ana la proclama, pero Dios la va a llevar a cabo “ante los ojos de todas las naciones” (Lc 2,31), y será como una luz que ilumine las vidas de todos, incluso de los paganos.

Pero Simeón contempla también la reacción adversa que aquel niño va a provocar. No todos creerán en él. No todos aceptarán su mensaje. No todos se sentirán a gusto con su manera de actuar. Mucha gente sólo aparentemente piadosa se sentirá desenmascarada ante él. Y provocará rechazo. Y enfrentamiento. En su propio pueblo. Incluso en su propia familia. Ni siquiera su propia madre podrá entender quién es realmente su hijo, cuál es verdaderamente su función, por qué actúa como actúa, y por qué dice lo que dice. Sólo cuando todo pase, cuando definitivamente el tiempo de Jesús haya dejado paso al tiempo de la iglesia, cuando haya recibido el Espíritu con los demás en Pentecostés, podrá María entender todo aquello que había guardado en su corazón.

6.    El niño

José y María regresan a su ciudad de origen, a Nazaret. Ya han cumplido lo que les correspondía según la ley. Ahora les queda hacer de padres. Se acabaron los ángeles y las profecías. Sólo les queda el niño. Durante años sólo será el hijo de María y de José, el hijo del carpintero. En el tiempo de los hombres, el niño crecía y se hacía más fuerte y más sabio. En el tiempo de Dios, “gozaba del favor de Dios” (Lc 2,40). En cualquier caso, todavía le quedaban muchos años por delante.

Nosotros sabemos el final. Por el Espíritu de Dios, hemos contemplado en Jesús de Nazaret, el niño y el hombre, al Hijo de Dios. Hemos creído en él, en el hombre crucificado, y Dios nos ha hecho sus hijos, y nos reconocemos hijos de Dios, y lo llamamos “Padre”. Y aguardamos el Reinado de Dios. Y lo contemplamos como ya realizado. Y colaboramos con Dios en su realización.

AMÉN

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