EL ALTO PRECIO DE LA FALTA DE PERDÓN VRS;LA GRAN RECOMPENSA DEL PERDÓN
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14 Pero si tenéis celos amargos y rivalidad en vuestro corazón, no os jactéis ni mintáis contra la verdad. 15 No es esta la sabiduría que desciende de lo alto, sino que es terrenal, animal, diabólica,
7 Echad toda vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de vosotros.
1-MUCHOS CRISTIANOS SON MANIPULADOS POR MINISTROS LOS LIMITAN PARA QUE NO HABLEN CON CIERTOS HERMANOS
1-MUCHOS CRISTIANOS SON MANIPULADOS POR MINISTROS LOS LIMITAN PARA QUE NO HABLEN CON CIERTOS HERMANOS
2-LA IGLESIA NO CRECE SI HAY FALTA DE PERDON ,RESENTIMIENTO,ODIO,RENCOR,
2-LA IGLESIA NO CRECE SI HAY FALTA DE PERDON ,RESENTIMIENTO,ODIO,RENCOR,
PUNTO-1 La falta de perdón le abre la puerta de nuestra vida a Satanás
PUNTO-1 La falta de perdón le abre la puerta de nuestra vida a Satanás
2 CORINTIOS2-10-11
PUNTO-2 La falta de perdón nos hace esclavos del pecado.
PUNTO-2 La falta de perdón nos hace esclavos del pecado.
Hechos de los Apóstoles 8–23 (RVR95BTO)
Y Saulo consentía en su muerte.
En aquel día hubo una gran persecución contra la iglesia que estaba en Jerusalén, y todos, salvo los apóstoles, fueron esparcidos por las tierras de Judea y de Samaria. Unos hombres piadosos llevaron a enterrar a Esteban, e hicieron gran llanto sobre él. Saulo, por su parte, asolaba la iglesia; entrando casa por casa, arrastraba a hombres y mujeres y los enviaba a la cárcel.
Pero los que fueron esparcidos iban por todas partes anunciando el evangelio. Entonces Felipe, descendiendo a la ciudad de Samaria, les predicaba a Cristo. La gente, unánime, escuchaba atentamente las cosas que decía Felipe, oyendo y viendo las señales que hacía, pues de muchos que tenían espíritus impuros, salían estos lanzando gritos; y muchos paralíticos y cojos eran sanados; así que había gran gozo en aquella ciudad.
Pero había un hombre llamado Simón, que antes ejercía la magia en aquella ciudad y que había engañado a la gente de Samaria haciéndose pasar por alguien importante. A este oían atentamente todos, desde el más pequeño hasta el más grande, y decían: «Este es el gran poder de Dios».
Estaban atentos a él, porque con sus artes mágicas los había engañado por mucho tiempo. Pero cuando creyeron a Felipe, que anunciaba el evangelio del reino de Dios y el nombre de Jesucristo, se bautizaban hombres y mujeres. También creyó Simón mismo, y después de bautizado estaba siempre con Felipe; y al ver las señales y grandes milagros que se hacían, estaba atónito.
Cuando los apóstoles que estaban en Jerusalén oyeron que Samaria había recibido la palabra de Dios, enviaron allá a Pedro y a Juan; los cuales, una vez llegados, oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo, pues aún no había descendido sobre ninguno de ellos, sino que solamente habían sido bautizados en el nombre de Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo.
Cuando vio Simón que por la imposición de las manos de los apóstoles se daba el Espíritu Santo, les ofreció dinero, diciendo:
—Dadme también a mí este poder, para que cualquiera a quien yo imponga las manos reciba el Espíritu Santo.
Entonces Pedro le dijo:
—Tu dinero perezca contigo, porque has pensado que el don de Dios se obtiene con dinero. No tienes tú parte ni suerte en este asunto, porque tu corazón no es recto delante de Dios. Arrepiéntete, pues, de esta tu maldad y ruega a Dios, si quizás te sea perdonado el pensamiento de tu corazón, porque en hiel de amargura y en prisión de maldad veo que estás.
Respondiendo entonces Simón, dijo:
—Rogad vosotros por mí al Señor, para que nada de esto que habéis dicho venga sobre mí.
Ellos, habiendo testificado y hablado la palabra de Dios, se volvieron a Jerusalén, y en muchas poblaciones de los samaritanos anunciaron el evangelio.
Un ángel del Señor habló a Felipe, diciendo: «Levántate y ve hacia el sur por el camino que desciende de Jerusalén a Gaza, el cual es desierto». Entonces él se levantó y fue. Y sucedió que un etíope, eunuco, funcionario de Candace, reina de los etíopes, el cual estaba sobre todos sus tesoros y había venido a Jerusalén para adorar, volvía sentado en su carro, leyendo al profeta Isaías.
El Espíritu dijo a Felipe: «Acércate y júntate a ese carro». Acudiendo Felipe, lo oyó que leía al profeta Isaías, y dijo:
—Pero ¿entiendes lo que lees?
Él dijo:
—¿Y cómo podré, si alguien no me enseña?
Y rogó a Felipe que subiera y se sentara con él. El pasaje de la Escritura que leía era este:
«Como oveja a la muerte fue llevado;
y como cordero mudo delante del que lo trasquila,
así no abrió su boca.
En su humillación no se le hizo justicia;
mas su generación, ¿quién la contará?,
porque fue quitada de la tierra su vida».
Respondiendo el eunuco, dijo a Felipe:
—Te ruego que me digas: ¿de quién dice el profeta esto; de sí mismo o de algún otro?
Entonces Felipe, abriendo su boca y comenzando desde esta escritura, le anunció el evangelio de Jesús. Yendo por el camino llegaron a un lugar donde había agua, y dijo el eunuco:
—Aquí hay agua, ¿qué impide que yo sea bautizado?
Felipe dijo:
—Si crees de todo corazón, bien puedes.
Él respondiendo, dijo:
—Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios.
Mandó parar el carro; y descendieron ambos al agua, Felipe y el eunuco, y lo bautizó. Cuando subieron del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe y el eunuco no lo vio más; y siguió gozoso su camino. Pero Felipe se encontró en Azoto; y, al pasar, anunciaba el evangelio en todas las ciudades hasta llegar a Cesarea.
Saulo, respirando aún amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, vino al Sumo sacerdote y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, a fin de que si hallaba algunos hombres o mujeres de este Camino, los trajera presos a Jerusalén. Pero, yendo por el camino, aconteció que, al llegar cerca de Damasco, repentinamente lo rodeó un resplandor de luz del cielo; y cayendo en tierra oyó una voz que le decía:
—Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?
Él dijo:
—¿Quién eres, Señor?
Y le dijo:
—Yo soy Jesús, a quien tú persigues; dura cosa te es dar coces contra el aguijón.
Él, temblando y temeroso, dijo:
—Señor, ¿qué quieres que yo haga?
El Señor le dijo:
—Levántate y entra en la ciudad, y allí se te dirá lo que debes hacer.
Los hombres que iban con Saulo se pararon atónitos, porque, a la verdad, oían la voz, pero no veían a nadie. Entonces Saulo se levantó del suelo, y abriendo los ojos no veía a nadie. Así que, llevándolo de la mano, lo metieron en Damasco, donde estuvo tres días sin ver, y no comió ni bebió.
Había entonces en Damasco un discípulo llamado Ananías, a quien el Señor dijo en visión:
—Ananías.
Él respondió:
—Heme aquí, Señor.
El Señor le dijo:
—Levántate y ve a la calle que se llama Derecha, y busca en casa de Judas a uno llamado Saulo, de Tarso, porque él ora, y ha visto en visión a un hombre llamado Ananías, que entra y pone las manos sobre él para que recobre la vista.
Entonces Ananías respondió:
—Señor, he oído de muchos acerca de este hombre, cuántos males ha hecho a tus santos en Jerusalén; y aun aquí tiene autoridad de los principales sacerdotes para prender a todos los que invocan tu nombre.
El Señor le dijo:
—Ve, porque instrumento escogido me es este para llevar mi nombre en presencia de los gentiles, de reyes y de los hijos de Israel, porque yo le mostraré cuánto le es necesario padecer por mi nombre.
Fue entonces Ananías y entró en la casa, y poniendo sobre él las manos, dijo:
—Hermano Saulo, el Señor Jesús, que se te apareció en el camino por donde venías, me ha enviado para que recibas la vista y seas lleno del Espíritu Santo.
Al instante cayeron de sus ojos como escamas y recobró la vista. Se levantó y fue bautizado; y habiendo tomado alimento, recobró las fuerzas. Y estuvo Saulo por algunos días con los discípulos que estaban en Damasco.
En seguida predicaba a Cristo en las sinagogas, diciendo que este era el Hijo de Dios. Y todos los que lo oían estaban atónitos, y decían:
—¿No es este el que asolaba en Jerusalén a los que invocaban este nombre, y a eso vino acá, para llevarlos presos ante los principales sacerdotes?
Pero Saulo mucho más se enardecía, y confundía a los judíos que vivían en Damasco, demostrando que Jesús era el Cristo.
Pasados muchos días, los judíos resolvieron en consejo matarlo; pero sus asechanzas llegaron a conocimiento de Saulo. Y ellos guardaban las puertas de día y de noche para matarlo. Entonces los discípulos, tomándolo de noche, lo bajaron por el muro, descolgándolo en una canasta.
Cuando llegó a Jerusalén, trataba de juntarse con los discípulos, pero todos le tenían miedo, no creyendo que fuera discípulo. Entonces Bernabé, tomándolo, lo trajo a los apóstoles y les contó cómo Saulo había visto en el camino al Señor, el cual le había hablado, y cómo en Damasco había hablado valerosamente en el nombre de Jesús. Y estaba con ellos en Jerusalén; entraba y salía, y hablaba con valentía en el nombre del Señor, y discutía con los griegos; pero estos intentaban matarlo. Cuando supieron esto los hermanos, lo llevaron hasta Cesarea y lo enviaron a Tarso.
Entonces las iglesias tenían paz por toda Judea, Galilea y Samaria; eran edificadas, andando en el temor del Señor, y se acrecentaban fortalecidas por el Espíritu Santo.
Aconteció que Pedro, visitando a todos, vino también a los santos que habitaban en Lida. Halló allí a uno que se llamaba Eneas, que hacía ocho años que estaba en cama, pues era paralítico. Pedro le dijo:
—Eneas, Jesucristo te sana; levántate y haz tu cama.
Y en seguida se levantó. Y lo vieron todos los que habitaban en Lida y en Sarón, los cuales se convirtieron al Señor.
Había entonces en Jope una discípula llamada Tabita, (que traducido es «Dorcas»). Esta abundaba en buenas obras y en limosnas que hacía. Aconteció que en aquellos días enfermó y murió. Después de lavada, la pusieron en una sala. Como Lida estaba cerca de Jope, los discípulos, oyendo que Pedro estaba allí, le enviaron dos hombres, a rogarle: «No tardes en venir a nosotros».
Pedro se levantó entonces y fue con ellos. Cuando llegó, lo llevaron a la sala, donde lo rodearon todas las viudas llorando y mostrando las túnicas y los vestidos que Dorcas hacía cuando estaba con ellas. Entonces, sacando a todos, Pedro se puso de rodillas y oró; y volviéndose al cuerpo, dijo: «¡Tabita, levántate!».
Ella abrió los ojos y, al ver a Pedro, se incorporó. Él le dio la mano y la levantó; entonces llamó a los santos y a las viudas y la presentó viva. Esto fue notorio en toda Jope, y muchos creyeron en el Señor. Pedro se quedó muchos días en Jope en casa de un cierto Simón, curtidor.
Había en Cesarea un hombre llamado Cornelio, centurión de la compañía llamada «la Italiana», piadoso y temeroso de Dios con toda su casa, y que hacía muchas limosnas al pueblo y oraba siempre a Dios. Este vio claramente en una visión, como a la hora novena del día, que un ángel de Dios entraba donde él estaba y le decía:
—¡Cornelio!
Él, mirándolo fijamente, y atemorizado, dijo:
¿Qué es, Señor?
Le dijo:
—Tus oraciones y tus limosnas han subido para memoria delante de Dios. Envía, pues, ahora hombres a Jope y haz venir a Simón, el que tiene por sobrenombre Pedro. Este se hospeda en casa de cierto Simón, un curtidor que tiene su casa junto al mar; él te dirá lo que es necesario que hagas.
Cuando se marchó el ángel que hablaba con Cornelio, este llamó a dos de sus criados y a un devoto soldado de los que lo asistían, a los cuales envió a Jope, después de habérselo contado todo.
Al día siguiente, mientras ellos iban por el camino y se acercaban a la ciudad, Pedro subió a la azotea para orar, cerca de la hora sexta. Sintió mucha hambre y quiso comer; pero mientras le preparaban algo le sobrevino un éxtasis: Vio el cielo abierto, y que descendía algo semejante a un gran lienzo, que atado de las cuatro puntas era bajado a la tierra, en el cual había de todos los cuadrúpedos terrestres, reptiles y aves del cielo. Y le vino una voz:
—Levántate, Pedro, mata y come.
Entonces Pedro dijo:
—Señor, no; porque ninguna cosa común o impura he comido jamás. Volvió la voz a él la segunda vez:
—Lo que Dios limpió, no lo llames tú común.
Esto ocurrió tres veces; y aquel lienzo volvió a ser recogido en el cielo. Mientras Pedro estaba perplejo dentro de sí sobre lo que significaría la visión que había visto, los hombres que habían sido enviados por Cornelio, habiendo preguntado por la casa de Simón, llegaron a la puerta. Llamaron y preguntaron si allí se hospedaba un tal Simón que tenía por sobrenombre Pedro.
Y mientras Pedro pensaba en la visión, le dijo el Espíritu: «Tres hombres te buscan. Levántate, pues, desciende y no dudes de ir con ellos, porque yo los he enviado».
Entonces Pedro, descendiendo a donde estaban los hombres que fueron enviados por Cornelio, les dijo:
—Yo soy el que buscáis. ¿Cuál es la causa de vuestra venida?
Hechos de los Apóstoles 8–23 (RVR95BTO)
Ellos dijeron:
—Cornelio el centurión, varón justo y temeroso de Dios, y que tiene buen testimonio en toda la nación de los judíos, ha recibido instrucciones de un santo ángel, de hacerte venir a su casa para oir tus palabras.
Entonces, haciéndolos entrar, los hospedó. Y al día siguiente, levantándose, se fue con ellos; y lo acompañaron algunos de los hermanos de Jope.
Al otro día entraron en Cesarea. Cornelio los estaba esperando, habiendo convocado a sus parientes y amigos más íntimos. Cuando Pedro entró, salió Cornelio a recibirlo y, postrándose a sus pies, lo adoró. Pero Pedro lo levantó, diciendo:
—Levántate, pues yo mismo también soy un hombre.
Hablando con él, entró y halló a muchos que se habían reunido. Y les dijo:
—Vosotros sabéis cuán abominable es para un judío juntarse o acercarse a un extranjero, pero a mí me ha mostrado Dios que a nadie llame común o impuro. Por eso, al ser llamado, vine sin replicar. Así que pregunto: ¿Por qué causa me habéis hecho venir?
Entonces Cornelio dijo:
—Hace cuatro días que a esta hora yo estaba en ayunas; y a la hora novena, mientras oraba en mi casa, vi que se puso delante de mí un varón con vestido resplandeciente, y me dijo: “Cornelio, tu oración ha sido oída, y tus limosnas han sido recordadas delante de Dios. Envía, pues, a Jope y haz venir a Simón, el que tiene por sobrenombre Pedro, el cual se hospeda en casa de Simón, un curtidor, junto al mar; cuando llegue, él te hablará”. Así que luego envié por ti, y tú has hecho bien en venir. Ahora, pues, todos nosotros estamos aquí en la presencia de Dios, para oir todo lo que Dios te ha mandado.
Entonces Pedro, abriendo la boca, dijo:
—En verdad comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que lo teme y hace justicia. Dios envió mensaje a los hijos de Israel, anunciando el evangelio de la paz por medio de Jesucristo; este es Señor de todos. Vosotros sabéis lo que se divulgó por toda Judea, comenzando desde Galilea, después del bautismo que predicó Juan: cómo Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret, y cómo este anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él. Nosotros somos testigos de todas las cosas que Jesús, a quien mataron colgándolo en un madero, hizo en la tierra de Judea y en Jerusalén. A este levantó Dios al tercer día e hizo que apareciera, no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había ordenado de antemano, a nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de los muertos. Y nos mandó que predicáramos al pueblo y testificáramos que él es el que Dios ha puesto por Juez de vivos y muertos. De este dan testimonio todos los profetas, que todos los que en él crean recibirán perdón de pecados por su nombre.
Mientras aún hablaba Pedro estas palabras, el Espíritu Santo cayó sobre todos los que oían el discurso. Y los fieles de la circuncisión que habían venido con Pedro se quedaron atónitos de que también sobre los gentiles se derramara el don del Espíritu Santo, porque los oían que hablaban en lenguas y que glorificaban a Dios. Entonces respondió Pedro:
—¿Puede acaso alguno impedir el agua, para que no sean bautizados estos que han recibido el Espíritu Santo lo mismo que nosotros?
Y mandó bautizarlos en el nombre del Señor Jesús. Entonces le rogaron que se quedara por algunos días.
Oyeron los apóstoles y los hermanos que estaban en Judea que también los gentiles habían recibido la palabra de Dios. Por eso, cuando Pedro subió a Jerusalén, discutían con él los que eran de la circuncisión, diciendo:
—¿Por qué has entrado en casa de hombres incircuncisos y has comido con ellos?
Entonces comenzó Pedro a contarles de forma ordenada lo sucedido, diciendo:
—Estaba yo en la ciudad de Jope orando, y tuve en éxtasis una visión: algo semejante a un gran lienzo suspendido por las cuatro puntas, que bajaba del cielo y llegaba hasta mí. Cuando fijé los ojos en él, consideré y vi cuadrúpedos terrestres, fieras, reptiles y aves del cielo. Y oí una voz que me decía: “Levántate, Pedro, mata y come”. Yo dije: “Señor, no; porque ninguna cosa común o impura entró jamás en mi boca”. Entonces la voz me respondió del cielo por segunda vez: “Lo que Dios limpió, no lo llames tú común”. Esto se repitió tres veces, y volvió todo a ser llevado arriba al cielo. En aquel instante llegaron tres hombres a la casa donde yo estaba, enviados a mí desde Cesarea. Y el Espíritu me dijo que fuera con ellos sin dudar. Fueron también conmigo estos seis hermanos, y entramos en casa de un hombre, quien nos contó cómo había visto en su casa un ángel que, puesto en pie, le dijo: “Envía hombres a Jope y haz venir a Simón, el que tiene por sobrenombre Pedro; él te hablará palabras por las cuales serás salvo tú y toda tu casa”. Cuando comencé a hablar, cayó el Espíritu Santo sobre ellos, como también sobre nosotros al principio. Entonces me acordé de lo dicho por el Señor, cuando dijo: “Juan ciertamente bautizó en agua, pero vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo”. Si Dios, pues, les concedió también el mismo don que a nosotros que hemos creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo que pudiera estorbar a Dios?
Entonces, oídas estas cosas, callaron y glorificaron a Dios, diciendo:
—¡De manera que también a los gentiles ha dado Dios arrepentimiento para vida!
Ahora bien, los que habían sido esparcidos a causa de la persecución que hubo con motivo de Esteban, pasaron hasta Fenicia, Chipre y Antioquía, sin hablar a nadie la palabra, sino solo a los judíos. Pero había entre ellos unos de Chipre y de Cirene, los cuales, cuando entraron en Antioquía, hablaron también a los griegos, anunciando el evangelio del Señor Jesús. Y la mano del Señor estaba con ellos, y gran número creyó y se convirtió al Señor.
Llegó la noticia de estas cosas a oídos de la iglesia que estaba en Jerusalén, y enviaron a Bernabé para que fuera hasta Antioquía. Este, cuando llegó y vio la gracia de Dios, se regocijó y exhortó a todos a que con propósito de corazón permanecieran fieles al Señor. Era un varón bueno, lleno del Espíritu Santo y de fe. Y una gran multitud fue agregada al Señor.
Después fue Bernabé a Tarso en busca de Saulo; y cuando lo halló, lo llevó a Antioquía. Se congregaron allí todo un año con la iglesia, y enseñaron a mucha gente. A los discípulos se les llamó cristianos por primera vez en Antioquía.
En aquellos días, unos profetas descendieron de Jerusalén a Antioquía. Y levantándose uno de ellos llamado Agabo, daba a entender por el Espíritu que vendría una gran hambre en toda la tierra habitada; la cual sobrevino en tiempo de Claudio. Entonces los discípulos, cada uno conforme a lo que tenía, determinaron enviar un socorro a los hermanos que habitaban en Judea; lo cual en efecto hicieron, enviándolo a los ancianos por mano de Bernabé y de Saulo.
En aquel mismo tiempo, el rey Herodes echó mano a algunos de la iglesia para maltratarlos. Mató a espada a Jacobo, hermano de Juan, y al ver que esto había agradado a los judíos, procedió a prender también a Pedro. Eran entonces los días de los Panes sin levadura. Tomándolo preso, lo puso en la cárcel, entregándolo a cuatro grupos de cuatro soldados cada uno, para que lo vigilaran; y se proponía sacarlo al pueblo después de la Pascua. Así que Pedro estaba custodiado en la cárcel, pero la iglesia hacía sin cesar oración a Dios por él.
Cuando Herodes lo iba a sacar, aquella misma noche estaba Pedro durmiendo entre dos soldados, sujeto con dos cadenas, y los guardas delante de la puerta custodiaban la cárcel. Y se presentó un ángel del Señor y una luz resplandeció en la cárcel; y tocando a Pedro en el costado, lo despertó, diciendo: «Levántate pronto». Y las cadenas se le cayeron de las manos. Le dijo el ángel: «Cíñete y átate las sandalias». Él lo hizo así. Y le dijo: «Envuélvete en tu manto y sígueme».
Pedro salió tras el ángel, sin saber si lo que el ángel hacía era realidad; más bien pensaba que veía una visión. Habiendo pasado la primera y la segunda guardia, llegaron a la puerta de hierro que daba a la ciudad, la cual se les abrió por sí misma. Salieron y pasaron una calle, y luego el ángel se apartó de él.
Entonces Pedro, volviendo en sí, dijo: «Ahora entiendo verdaderamente que el Señor ha enviado su ángel y me ha librado de la mano de Herodes y de todo lo que el pueblo de los judíos esperaba».
Al darse cuenta de esto, llegó a casa de María, la madre de Juan, el que tenía por sobrenombre Marcos. Muchos estaban allí reunidos, orando. Cuando Pedro llamó a la puerta del patio, salió a atender una muchacha llamada Rode, la cual, al reconocer la voz de Pedro, de gozo no abrió la puerta, sino que corriendo adentro dio la nueva de que Pedro estaba a la puerta. Ellos le dijeron:
—¡Estás loca!
Pero ella aseguraba que así era.
Entonces ellos decían:
—¡Es su ángel!
Pero Pedro persistía en llamar; y cuando abrieron y lo vieron, se quedaron atónitos. Pero él, haciéndoles con la mano señal de que callaran, les contó cómo el Señor lo había sacado de la cárcel. Y dijo:
—Haced saber esto a Jacobo y a los hermanos.
Luego salió y se fue a otro lugar.
Cuando se hizo de día, se produjo entre los soldados un alboroto no pequeño sobre qué habría sido de Pedro. Pero Herodes, habiéndolo buscado sin hallarlo, después de interrogar a los guardas ordenó llevarlos a la muerte. Después descendió de Judea a Cesarea y se quedó allí.
Herodes estaba enojado contra los de Tiro y de Sidón, pero ellos, de común acuerdo, se presentaron ante él, y habiendo sobornado a Blasto, que era camarero mayor del rey, pedían paz, porque su territorio era abastecido por el del rey. El día señalado, Herodes, vestido de ropas reales, se sentó en el tribunal y los arengó. Y el pueblo aclamaba gritando: «¡Voz de un dios, y no de un hombre!». Al momento, un ángel del Señor lo hirió, por cuanto no dio la gloria a Dios; y expiró comido de gusanos.
Pero la palabra del Señor crecía y se multiplicaba.
Bernabé y Saulo, cumplido su servicio, volvieron de Jerusalén, llevando también consigo a Juan, el que tenía por sobrenombre Marcos.
Había entonces en la iglesia que estaba en Antioquía, profetas y maestros: Bernabé, Simón el que se llamaba Níger, Lucio de Cirene, Manaén el que se había criado junto con Herodes el tetrarca, y Saulo. Ministrando estos al Señor y ayunando, dijo el Espíritu Santo: «Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado».
Entonces, habiendo ayunado y orado, les impusieron las manos y los despidieron.
Ellos, entonces, enviados por el Espíritu Santo, descendieron a Seleucia, y de allí navegaron a Chipre. Al llegar a Salamina, anunciaban la palabra de Dios en las sinagogas de los judíos. Tenían también a Juan de ayudante.
Habiendo atravesado toda la isla hasta Pafos, hallaron a cierto mago, falso profeta, judío, llamado Barjesús, que estaba con el procónsul Sergio Paulo, varón prudente. Este, llamando a Bernabé y a Saulo, deseaba oir la palabra de Dios. Pero los resistía Elimas, el mago (pues así se traduce su nombre), intentando apartar de la fe al procónsul. Entonces Saulo, que también es Pablo, lleno del Espíritu Santo, fijando en él los ojos, le dijo:
—¡Lleno de todo engaño y de toda maldad, hijo del diablo, enemigo de toda justicia! ¿No cesarás de trastornar los caminos rectos del Señor? Ahora, pues, la mano del Señor está contra ti, y quedarás ciego y no verás el sol por algún tiempo.
Inmediatamente cayeron sobre él oscuridad y tinieblas; y andando alrededor, buscaba quien lo condujera de la mano. Entonces el procónsul, viendo lo que había sucedido, creyó, admirado de la doctrina del Señor.
Habiendo zarpado de Pafos, Pablo y sus compañeros llegaron a Perge de Panfilia; pero Juan, apartándose de ellos, volvió a Jerusalén. Ellos, pasando de Perge, llegaron a Antioquía de Pisidia; y entraron en la sinagoga un sábado y se sentaron. Después de la lectura de la Ley y de los Profetas, los altos dignatarios de la sinagoga mandaron a decirles:
—Hermanos, si tenéis alguna palabra de exhortación para el pueblo, hablad.
Entonces Pablo se levantó y, hecha señal de silencio con la mano, dijo:
—Israelitas y los que teméis a Dios, oíd: El Dios de este pueblo de Israel escogió a nuestros padres y enalteció al pueblo siendo ellos extranjeros en tierra de Egipto, y con brazo levantado los sacó de ella. Por un tiempo como de cuarenta años los soportó en el desierto, y habiendo destruido siete naciones en la tierra de Canaán, les dio en herencia su territorio. Después, como por cuatrocientos cincuenta años, les dio jueces hasta el profeta Samuel. Luego pidieron rey, y Dios les dio a Saúl, hijo de Cis, varón de la tribu de Benjamín, por cuarenta años. Quitado este, les levantó por rey a David, de quien dio también testimonio diciendo: “He hallado a David, hijo de Isaí, varón conforme a mi corazón, quien hará todo lo que yo quiero”. De la descendencia de este, y conforme a la promesa, Dios levantó a Jesús por Salvador a Israel. Antes de su venida, predicó Juan el bautismo de arrepentimiento a todo el pueblo de Israel. Cuando Juan terminaba su carrera, dijo: “¿Quién pensáis que soy? Yo no soy él; pero viene tras mí uno de quien no soy digno de desatar el calzado de los pies”.
»Hermanos, hijos del linaje de Abraham y los que entre vosotros teméis a Dios, a vosotros es enviada la palabra de esta salvación, porque los habitantes de Jerusalén y sus gobernantes, que no conocían a Jesús ni las palabras de los profetas que se leen todos los sábados, las cumplieron al condenarlo. Sin hallar en él causa digna de muerte, pidieron a Pilato que se le matara. Y cuando cumplieron todas las cosas que de él estaban escritas, lo bajaron del madero y lo pusieron en el sepulcro. Pero Dios lo levantó de los muertos. Y él se apareció durante muchos días a los que habían subido juntamente con él de Galilea a Jerusalén, los cuales ahora son sus testigos ante el pueblo.
»Nosotros también os anunciamos el evangelio de aquella promesa hecha a nuestros padres, la cual Dios nos ha cumplido a nosotros, sus hijos, resucitando a Jesús; como está escrito también en el salmo segundo: “Mi hijo eres tú, yo te he engendrado hoy”. Y en cuanto a que lo levantó de los muertos para nunca más volver a corrupción, lo dijo así: “Os daré las misericordias fieles de David”. Por eso dice también en otro salmo: “No permitirás que tu Santo vea corrupción”. Y a la verdad David, habiendo servido a su propia generación según la voluntad de Dios, durmió y fue reunido con sus padres, y vio corrupción. Pero aquel a quien Dios levantó, no vio corrupción. Sabed, pues, esto, hermanos: que por medio de él se os anuncia perdón de pecados, y que de todo aquello de que no pudisteis ser justificados por la Ley de Moisés, en él es justificado todo aquel que cree. Mirad, pues, que no venga sobre vosotros lo que está dicho en los profetas:
»“Mirad, menospreciadores,
asombraos y desapareced,
porque yo hago una obra en vuestros días,
obra que no creeréis, si alguien os la cuenta”.
Cuando salieron ellos de la sinagoga de los judíos, los gentiles les rogaron que el siguiente sábado les hablaran de estas cosas. Y despedida la congregación, muchos de los judíos y de los prosélitos piadosos siguieron a Pablo y a Bernabé, quienes hablándoles los persuadían a que perseveraran en la gracia de Dios.
El siguiente sábado se juntó casi toda la ciudad para oir la palabra de Dios. Pero viendo los judíos la muchedumbre, se llenaron de celos y rebatían lo que Pablo decía, contradiciendo y blasfemando. Entonces Pablo y Bernabé, hablando con valentía, dijeron:
—A vosotros, a la verdad, era necesario que se os hablara primero la palabra de Dios; pero puesto que la desecháis y no os juzgáis dignos de la vida eterna, nos volvemos a los gentiles, porque así nos ha mandado el Señor, diciendo:
»“Te he puesto para luz de los gentiles,
a fin de que seas para salvación hasta lo último de la tierra”.
Los gentiles, oyendo esto, se regocijaban y glorificaban la palabra del Señor, y creyeron todos los que estaban ordenados para vida eterna. Y la palabra del Señor se difundía por toda aquella provincia. Pero los judíos instigaron a mujeres piadosas y distinguidas, y a los principales de la ciudad, y levantaron persecución contra Pablo y Bernabé, y los expulsaron de sus límites. Ellos, entonces, sacudiendo contra ellos el polvo de sus pies, llegaron a Iconio. Y los discípulos estaban llenos de gozo y del Espíritu Santo.
Aconteció en Iconio que entraron juntos en la sinagoga de los judíos, y hablaron de tal manera que creyó una gran multitud de judíos y de griegos. Pero los judíos que no creían excitaron y corrompieron los ánimos de los gentiles contra los hermanos. Sin embargo, se detuvieron allí mucho tiempo, hablando con valentía, confiados en el Señor, el cual daba testimonio de la palabra de su gracia, concediendo que se hicieran por las manos de ellos señales y prodigios. La gente de la ciudad estaba dividida: unos estaban con los judíos, y otros con los apóstoles. Pero sucedió que los judíos y los gentiles, juntamente con sus gobernantes, se lanzaron a maltratarlos y apedrearlos; y ellos, al darse cuenta, huyeron a Listra y Derbe, ciudades de Licaonia, y a toda la región circunvecina, y allí predicaban el evangelio.
Cierto hombre de Listra estaba sentado, imposibilitado de los pies, cojo de nacimiento, que jamás había andado. Este oyó hablar a Pablo, el cual, fijando en él sus ojos y viendo que tenía fe para ser sanado, dijo a gran voz:
—¡Levántate derecho sobre tus pies!
Él saltó y anduvo.
Entonces la gente, al ver lo que Pablo había hecho, alzó la voz, diciendo en lengua licaónica: «¡Dioses con la semejanza de hombres han descendido a nosotros!».
A Bernabé llamaban Júpiter, y a Pablo, Mercurio, porque este era el que llevaba la palabra. El sacerdote de Júpiter, cuyo templo estaba frente a la ciudad, trajo toros y guirnaldas delante de las puertas, y juntamente con la muchedumbre quería ofrecer sacrificios. Cuando lo oyeron los apóstoles Bernabé y Pablo, rasgaron sus ropas y se lanzaron entre la multitud, gritando y diciendo:
—¿Por qué hacéis esto? Nosotros también somos hombres semejantes a vosotros, que os anunciamos que de estas vanidades os convirtáis al Dios vivo, que hizo el cielo y la tierra, el mar y todo lo que en ellos hay. En las edades pasadas él ha dejado a todas las gentes andar por sus propios caminos; si bien no se dejó a sí mismo sin testimonio, haciendo bien, dándonos lluvias del cielo y tiempos fructíferos, llenando de sustento y de alegría nuestros corazones.
Pero aun diciendo estas cosas, difícilmente lograban impedir que la multitud les ofreciera sacrificio.
Entonces vinieron unos judíos de Antioquía y de Iconio que persuadieron a la multitud; apedrearon a Pablo y lo arrastraron fuera de la ciudad, pensando que estaba muerto. Pero estando rodeado por los discípulos, se levantó y entró en la ciudad. Al día siguiente salió con Bernabé para Derbe.
Después de anunciar el evangelio a aquella ciudad y de hacer muchos discípulos, volvieron a Listra, Iconio y Antioquía, confirmando los ánimos de los discípulos, exhortándolos a que permanecieran en la fe y diciéndoles: «Es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios». Constituyeron ancianos en cada iglesia y, después de orar y de ayunar, los encomendaron al Señor en quien habían creído.
Pasando por Pisidia vinieron a Panfilia. Predicaron la palabra en Perge y luego descendieron a Atalia. De allí navegaron a Antioquía, donde habían sido encomendados a la gracia de Dios para la obra que habían cumplido. Al llegar, reunieron a la iglesia y les refirieron cuán grandes cosas había hecho Dios con ellos y cómo había abierto la puerta de la fe a los gentiles. Se quedaron allí mucho tiempo con los discípulos.
Entonces algunos que venían de Judea enseñaban a los hermanos: «Si no os circuncidáis conforme al rito de Moisés no podéis ser salvos». Pablo y Bernabé tuvieron una discusión y contienda no pequeña con ellos. Por eso se dispuso que Pablo, Bernabé y algunos otros de ellos subieran a Jerusalén, a los apóstoles y a los ancianos, para tratar esta cuestión.
Ellos, pues, habiendo sido encaminados por la iglesia, pasaron por Fenicia y Samaria contando la conversión de los gentiles; y causaban gran gozo a todos los hermanos.
Al llegar a Jerusalén fueron recibidos por la iglesia, por los apóstoles y los ancianos, y refirieron todas las cosas que Dios había hecho con ellos. Pero algunos de la secta de los fariseos, que habían creído, se levantaron diciendo:
—Es necesario circuncidarlos y mandarles que guarden la Ley de Moisés.
Entonces se reunieron los apóstoles y los ancianos para conocer de este asunto. Después de mucha discusión, Pedro se levantó y les dijo:
—Hermanos, vosotros sabéis cómo ya hace algún tiempo Dios escogió que los gentiles oyeran por mi boca la palabra del evangelio y creyeran. Y Dios, que conoce los corazones, les dio testimonio, dándoles el Espíritu Santo lo mismo que a nosotros; y ninguna diferencia hizo entre nosotros y ellos, purificando por la fe sus corazones. Ahora pues, ¿por qué tentáis a Dios, poniendo sobre la cerviz de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar? Antes creemos que por la gracia del Señor Jesús seremos salvos, de igual modo que ellos.
Entonces toda la multitud calló, y oyeron a Bernabé y a Pablo, que contaban cuán grandes señales y maravillas había hecho Dios por medio de ellos entre los gentiles. Cuando ellos callaron, Jacobo respondió diciendo:
—Hermanos, oídme. Simón ha contado cómo Dios visitó por primera vez a los gentiles para tomar de ellos pueblo para su nombre. Y con esto concuerdan las palabras de los profetas, como está escrito:
»“Después de esto volveré
y reedificaré el tabernáculo de David, que está caído;
y repararé sus ruinas,
y lo volveré a levantar,
para que el resto de los hombres busque al Señor,
y todos los gentiles, sobre los cuales es invocado mi nombre,
1 Y Saulo consentía en su muerte.
dice el Señor, que hace conocer todo esto desde tiempos antiguos”.
»Por lo cual yo juzgo que no se inquiete a los gentiles que se convierten a Dios, sino que se les escriba que se aparten de las contaminaciones de los ídolos, de fornicación, de ahogado y de sangre, porque Moisés desde tiempos antiguos tiene en cada ciudad quien lo predique en las sinagogas, donde es leído cada sábado.
Entonces pareció bien a los apóstoles y a los ancianos, con toda la iglesia, elegir a algunos varones y enviarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé: a Judas, que tenía por sobrenombre Barsabás, a Silas, hombres principales entre los hermanos, y escribir por conducto de ellos:
«Los apóstoles, los ancianos y los hermanos, a los hermanos de entre los gentiles que están en Antioquía, Siria y Cilicia: Salud. Por cuanto hemos oído que algunos que han salido de nosotros, a los cuales no dimos orden, os han inquietado con palabras, perturbando vuestras almas, mandando circuncidaros y guardar la Ley, nos ha parecido bien, habiendo llegado a un acuerdo, elegir varones y enviarlos a vosotros con nuestros amados Bernabé y Pablo, hombres que han expuesto su vida por el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Así que enviamos a Judas y a Silas, los cuales también de palabra os harán saber lo mismo, pues ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros no imponeros ninguna carga más que estas cosas necesarias: que os abstengáis de lo sacrificado a ídolos, de sangre, de ahogado y de fornicación; si os guardáis de estas cosas, bien haréis. Pasadlo bien».
Así pues, los que fueron enviados descendieron a Antioquía y, reuniendo a la congregación, entregaron la carta. Habiéndola leído, se regocijaron por la consolación. Judas y Silas, que también eran profetas, consolaron y animaron a los hermanos con abundancia de palabras. Después de pasar algún tiempo allí, fueron despedidos en paz por los hermanos para volver a aquellos que los habían enviado. Sin embargo, a Silas le pareció bien quedarse allí. Pablo y Bernabé continuaron en Antioquía, enseñando la palabra del Señor y anunciando el evangelio con otros muchos.
Después de algunos días, Pablo dijo a Bernabé:
—Volvamos a visitar a los hermanos en todas las ciudades en que hemos anunciado la palabra del Señor, para ver cómo están.
Bernabé quería que llevaran consigo a Juan, el que tenía por sobrenombre Marcos, pero a Pablo no le parecía bien llevar consigo al que se había apartado de ellos desde Panfilia y no había ido con ellos a la obra. Hubo tal desacuerdo entre ambos, que se separaron el uno del otro; Bernabé, tomando a Marcos, navegó a Chipre, y Pablo, escogiendo a Silas, salió encomendado por los hermanos a la gracia del Señor, y pasó por Siria y Cilicia, animando a las iglesias.
Después llegó a Derbe y a Listra. Había allí cierto discípulo llamado Timoteo, hijo de una mujer judía creyente, pero de padre griego; y daban buen testimonio de él los hermanos que estaban en Listra y en Iconio. Quiso Pablo que este fuera con él; y tomándolo, lo circuncidó por causa de los judíos que había en aquellos lugares, pues todos sabían que su padre era griego. Al pasar por las ciudades, les comunicaban las decisiones que habían acordado los apóstoles y los ancianos que estaban en Jerusalén, para que las guardaran. Así que las iglesias eran animadas en la fe y aumentaban en número cada día.
Atravesando Frigia y la provincia de Galacia, les fue prohibido por el Espíritu Santo hablar la palabra en Asia; y cuando llegaron a Misia, intentaron ir a Bitinia, pero el Espíritu no se lo permitió. Entonces, pasando junto a Misia, descendieron a Troas. Una noche, Pablo tuvo una visión. Un varón macedonio estaba en pie, rogándole y diciendo: «Pasa a Macedonia y ayúdanos». Cuando vio la visión, en seguida procuramos partir para Macedonia, dando por cierto que Dios nos llamaba para que les anunciáramos el evangelio.
Zarpando, pues, de Troas, navegamos directamente a Samotracia, el día siguiente a Neápolis y de allí a Filipos, que es la primera ciudad de la provincia de Macedonia, y una colonia. Estuvimos en aquella ciudad algunos días. Un sábado salimos fuera de la puerta, junto al río, donde solía hacerse la oración. Nos sentamos y hablamos a las mujeres que se habían reunido. Entonces una mujer llamada Lidia, vendedora de púrpura, de la ciudad de Tiatira, que adoraba a Dios, estaba oyendo. El Señor le abrió el corazón para que estuviera atenta a lo que Pablo decía, y cuando fue bautizada, junto con su familia, nos rogó diciendo:
—Si habéis juzgado que yo sea fiel al Señor, hospedaos en mi casa.
Y nos obligó a quedarnos.
Aconteció que mientras íbamos a la oración, nos salió al encuentro una muchacha que tenía espíritu de adivinación, la cual daba gran ganancia a sus amos, adivinando. Esta, siguiendo a Pablo y a nosotros, gritaba:
—¡Estos hombres son siervos del Dios Altísimo! Ellos os anuncian el camino de salvación
Esto lo hizo por muchos días, hasta que, desagradando a Pablo, se volvió él y dijo al espíritu:
—Te mando en el nombre de Jesucristo que salgas de ella.
Y salió en aquella misma hora.
Pero al ver sus amos que había salido la esperanza de su ganancia, prendieron a Pablo y a Silas, y los trajeron al foro, ante las autoridades. Los presentaron a los magistrados y dijeron:
—Estos hombres, siendo judíos, alborotan nuestra ciudad y enseñan costumbres que no nos es lícito recibir ni hacer, pues somos romanos.
Entonces se agolpó el pueblo contra ellos; y los magistrados, rasgándoles las ropas, ordenaron azotarlos con varas. Después de haberlos azotado mucho, los echaron en la cárcel, mandando al carcelero que los guardara con seguridad. El cual, al recibir esta orden, los metió en el calabozo de más adentro y les aseguró los pies en el cepo.
Pero a medianoche, orando Pablo y Silas, cantaban himnos a Dios; y los presos los oían. Entonces sobrevino de repente un gran terremoto, de tal manera que los cimientos de la cárcel se sacudían; y al instante se abrieron todas las puertas, y las cadenas de todos se soltaron. Se despertó el carcelero y, al ver abiertas las puertas de la cárcel, sacó la espada y se iba a matar, pensando que los presos habían huido. Pero Pablo le gritó:
—¡No te hagas ningún mal, pues todos estamos aquí!
Él entonces pidió una luz, se precipitó adentro y, temblando, se postró a los pies de Pablo y de Silas. Los sacó y les dijo:
—Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo?
Ellos dijeron:
—Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo tú y tu casa.
Y le hablaron la palabra del Señor a él y a todos los que estaban en su casa. Él, tomándolos en aquella misma hora de la noche, les lavó las heridas, y en seguida se bautizó con todos los suyos. Luego los llevó a su casa, les puso la mesa y se regocijó con toda su casa de haber creído a Dios.
Cuando fue de día, los magistrados enviaron guardias a decir:
—Suelta a esos hombres.
El carcelero hizo saber estas palabras a Pablo:
—Los magistrados han mandado a decir que se os suelte; así que ahora salid y marchaos en paz.
Pero Pablo le dijo:
—Después de azotarnos públicamente sin sentencia judicial y siendo ciudadanos romanos, nos echaron en la cárcel, ¿y ahora nos liberan encubiertamente? No, por cierto, sino vengan ellos mismos a sacarnos.
Los guardias hicieron saber estas palabras a los magistrados, los cuales tuvieron miedo al oir que eran romanos. Fueron y se excusaron; los sacaron y les pidieron que salieran de la ciudad. Entonces, saliendo de la cárcel, entraron en casa de Lidia y, habiendo visto a los hermanos, los consolaron y se fueron.
Pasando por Anfípolis y Apolonia llegaron a Tesalónica, donde había una sinagoga de los judíos. Pablo, como acostumbraba, fue a ellos, y por tres sábados discutió con ellos, declarando y exponiendo por medio de las Escrituras que era necesario que el Cristo padeciera y resucitara de los muertos. Y decía: «Jesús, a quien yo os anuncio, es el Cristo».
Algunos de ellos creyeron y se juntaron con Pablo y con Silas; asimismo un gran número de griegos piadosos, y mujeres nobles no pocas. Celosos, entonces, los judíos que no creían, tomaron consigo algunos ociosos, hombres malos, con los que juntaron una turba y alborotaron la ciudad. Asaltaron la casa de Jasón, e intentaban sacarlos al pueblo, pero como no los hallaron, trajeron a Jasón y a algunos hermanos ante las autoridades de la ciudad, gritando: «Estos que trastornan el mundo entero también han venido acá, y Jasón los ha recibido. Todos ellos contravienen los decretos de César, diciendo que hay otro rey, Jesús».
Al oir esto, el pueblo y las autoridades de la ciudad se alborotaron. Pero después de obtener fianza de Jasón y de los demás, los soltaron.
Inmediatamente, los hermanos enviaron de noche a Pablo y a Silas hasta Berea. En cuanto llegaron, entraron en la sinagoga de los judíos. Estos eran más nobles que los que estaban en Tesalónica, pues recibieron la palabra con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así. Muchos de ellos creyeron, y de los griegos, mujeres distinguidas y no pocos hombres. Cuando los judíos de Tesalónica supieron que también en Berea era anunciada la palabra de Dios por Pablo, fueron allá y también alborotaron a las multitudes. Entonces los hermanos hicieron que Pablo saliera inmediatamente en dirección al mar; pero Silas y Timoteo se quedaron allí. Los que se habían encargado de conducir a Pablo lo llevaron a Atenas; y habiendo recibido el encargo de que Silas y Timoteo vinieran a él lo más pronto posible, salieron.
Mientras Pablo los esperaba en Atenas, su espíritu se enardecía viendo la ciudad entregada a la idolatría. Así que discutía en la sinagoga con los judíos y piadosos, y en la plaza cada día con los que concurrían. Algunos filósofos de los epicúreos y de los estoicos discutían con él. Unos decían:
—¿Qué querrá decir este palabrero?
Y otros:
—Parece que es predicador de nuevos dioses.
Esto decían porque les predicaba el evangelio de Jesús, y de la resurrección. Lo tomaron y lo trajeron al Areópago, diciendo:
—¿Podremos saber qué es esta nueva enseñanza de que hablas?, pues traes a nuestros oídos cosas extrañas. Queremos, pues, saber qué quiere decir esto. (Porque todos los atenienses y los extranjeros residentes allí, en ninguna otra cosa se interesaban sino en decir o en oir algo nuevo.)
Entonces Pablo, puesto en pie en medio del Areópago, dijo:
—Atenienses, en todo observo que sois muy religiosos, porque pasando y mirando vuestros santuarios, hallé también un altar en el cual estaba esta inscripción: “Al dios no conocido”. Al que vosotros adoráis, pues, sin conocerlo, es a quien yo os anuncio.
»El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él hay, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por manos humanas ni es honrado por manos de hombres, como si necesitara de algo, pues él es quien da a todos vida, aliento y todas las cosas.
»De una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres para que habiten sobre toda la faz de la tierra; y les ha prefijado el orden de los tiempos y los límites de su habitación, para que busquen a Dios, si en alguna manera, palpando, puedan hallarlo, aunque ciertamente no está lejos de cada uno de nosotros, porque en él vivimos, nos movemos y somos; como algunos de vuestros propios poetas también han dicho: “Porque linaje suyo somos”. Siendo, pues, linaje de Dios, no debemos pensar que la Divinidad sea semejante a oro, o plata, o piedra, escultura de arte y de imaginación de hombres. Pero Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan; por cuanto ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, acreditándolo ante todos al haberlo levantado de los muertos.
Pero cuando oyeron lo de la resurrección de los muertos, unos se burlaban y otros decían: «Ya te oiremos acerca de esto otra vez».
Entonces Pablo salió de en medio de ellos. Pero algunos de los que se le habían juntado, creyeron; entre ellos, Dionisio el areopagita y una mujer llamada Dámaris, y otros con ellos.
Después de estas cosas, Pablo salió de Atenas y fue a Corinto. Y halló a un judío llamado Aquila, natural del Ponto, recién venido de Italia con Priscila, su mujer, por cuanto Claudio había mandado que todos los judíos salieran de Roma. Fue a ellos y, como era del mismo oficio, se quedó con ellos y trabajaban juntos, pues el oficio de ellos era hacer tiendas. Y discutía en la sinagoga todos los sábados, y persuadía a judíos y a griegos.
Cuando Silas y Timoteo vinieron de Macedonia, Pablo estaba entregado por entero a la predicación de la palabra, testificando a los judíos que Jesús era el Cristo. Pero oponiéndose y blasfemando estos, les dijo, sacudiéndose los vestidos:
—Vuestra sangre sea sobre vuestra propia cabeza. Mi conciencia está limpia; desde ahora me iré a los gentiles.
Salió de allí y se fue a la casa de uno llamado Justo, temeroso de Dios, la cual estaba junto a la sinagoga. Crispo, alto dignatario de la sinagoga, creyó en el Señor con toda su casa; y muchos de los corintios al oir, creían y eran bautizados. Entonces el Señor dijo a Pablo en visión de noche: «No temas, sino habla y no calles, porque yo estoy contigo y nadie pondrá sobre ti la mano para hacerte mal, porque yo tengo mucho pueblo en esta ciudad». Y se detuvo allí un año y seis meses, enseñándoles la palabra de Dios.
Pero siendo Galión procónsul de Acaya, los judíos se levantaron de común acuerdo contra Pablo y lo llevaron al tribunal, diciendo:
—Este persuade a los hombres a honrar a Dios contra la Ley.
Al comenzar Pablo a hablar, Galión dijo a los judíos:
—Si fuera algún agravio o algún crimen enorme, judíos, conforme a derecho yo os toleraría; pero si son cuestiones de palabras, de nombres y de vuestra Ley, vedlo vosotros, porque yo no quiero ser juez de estas cosas.
Y los echó del tribunal. Entonces todos los griegos, apoderándose de Sóstenes, alto dignatario de la sinagoga, lo golpeaban delante del tribunal. Pero Galión no hacía caso alguno.
Pablo permaneció allí muchos días. Luego se despidió de los hermanos y navegó a Siria, junto con Priscila y Aquila. En Cencrea se rapó la cabeza, porque tenía hecho voto. Llegó a Éfeso y los dejó allí; y entrando en la sinagoga, discutía con los judíos. Estos le rogaban que se quedara con ellos más tiempo, pero él no accedió, sino que se despidió de ellos, diciendo:
—Es necesario que en todo caso yo celebre en Jerusalén la fiesta que viene; pero otra vez volveré a vosotros, si Dios quiere.
Y zarpó de Éfeso.
Habiendo llegado a Cesarea, subió para saludar a la iglesia y luego descendió a Antioquía. Después de estar allí algún tiempo, salió y recorrió por orden la región de Galacia y de Frigia, animando a todos los discípulos.
Llegó entonces a Éfeso un judío llamado Apolos, natural de Alejandría, hombre elocuente, poderoso en las Escrituras. Este había sido instruido en el camino del Señor; y siendo de espíritu fervoroso, hablaba y enseñaba diligentemente lo concerniente al Señor, aunque solo conocía el bautismo de Juan. Comenzó, pues, a hablar con valentía en la sinagoga; pero cuando lo oyeron Priscila y Aquila, lo tomaron aparte y le expusieron con más exactitud el camino de Dios. Cuando él quiso pasar a Acaya, los hermanos lo animaron y escribieron a los discípulos que lo recibieran. Al llegar allá, fue de gran provecho a los que por la gracia habían creído, porque con gran vehemencia refutaba públicamente a los judíos, demostrando por las Escrituras que Jesús era el Cristo.
Aconteció que entre tanto que Apolos estaba en Corinto, Pablo, después de recorrer las regiones superiores, vino a Éfeso, y hallando a ciertos discípulos, les preguntó:
—¿Recibisteis el Espíritu Santo cuando creísteis?
Ellos le dijeron:
—Ni siquiera habíamos oído que hubiera Espíritu Santo.
Entonces dijo:
—¿En qué, pues, fuisteis bautizados?
Ellos dijeron:
—En el bautismo de Juan.
Dijo Pablo:
—Juan bautizó con bautismo de arrepentimiento, diciendo al pueblo que creyeran en aquel que vendría después de él, esto es, en Jesús el Cristo.
Cuando oyeron esto, fueron bautizados en el nombre del Señor Jesús. Y habiéndoles impuesto Pablo las manos, vino sobre ellos el Espíritu Santo; y hablaban en lenguas y profetizaban. Eran entre todos unos doce hombres.
Entrando Pablo en la sinagoga, habló con valentía por espacio de tres meses, discutiendo y persuadiendo acerca del reino de Dios. Pero como algunos se rehusaban a creer y maldecían el Camino delante de la multitud, Pablo se apartó de ellos y separó a los discípulos, discutiendo cada día en la escuela de uno llamado Tiranno. Así continuó por espacio de dos años, de manera que todos los que habitaban en Asia, judíos y griegos, oyeron la palabra del Señor Jesús. Y hacía Dios milagros extraordinarios por mano de Pablo, de tal manera que hasta los pañuelos o delantales que habían tocado su cuerpo eran llevados a los enfermos, y las enfermedades se iban de ellos, y los espíritus malos salían.
Pero algunos de los judíos, exorcistas ambulantes, intentaron invocar el nombre del Señor Jesús sobre los que tenían espíritus malos, diciendo: «¡Os conjuro por Jesús, el que predica Pablo!».
Había siete hijos de un tal Esceva, judío, jefe de los sacerdotes, que hacían esto. Pero respondiendo el espíritu malo, dijo: «A Jesús conozco y sé quién es Pablo, pero vosotros, ¿quiénes sois?».
El hombre en quien estaba el espíritu malo, saltando sobre ellos y dominándolos, pudo más que ellos, de tal manera que huyeron de aquella casa desnudos y heridos. Esto fue notorio a todos los que habitaban en Éfeso, así judíos como griegos; y tuvieron temor todos ellos, y era glorificado el nombre del Señor Jesús.
Muchos de los que habían creído venían, confesando y dando cuenta de sus hechos. Asimismo muchos de los que habían practicado la magia trajeron los libros y los quemaron delante de todos; y hecha la cuenta de su valor, hallaron que era de cincuenta mil piezas de plata. Así crecía y prevalecía poderosamente la palabra del Señor.
Pasadas estas cosas, Pablo se propuso en su espíritu ir a Jerusalén, después de recorrer Macedonia y Acaya. Decía él: «Después que haya estado allí, me será necesario ver también Roma». Envió entonces a Macedonia a dos de los que lo ayudaban, Timoteo y Erasto, y él se quedó por algún tiempo en Asia.
Hubo por aquel tiempo un disturbio no pequeño acerca del Camino, porque un platero llamado Demetrio, que hacía de plata templecillos de Diana, daba no poca ganancia a los artífices; a los cuales, reunidos con los obreros del mismo oficio, dijo:
—Sabéis que de este oficio obtenemos nuestra riqueza; pero veis y oís que este Pablo, no solamente en Éfeso, sino en casi toda Asia, ha apartado a mucha gente con persuasión, diciendo que no son dioses los que se hacen con las manos. Y no solamente hay peligro de que este nuestro negocio venga a desacreditarse, sino también que el templo de la gran diosa Diana sea estimado en nada y comience a ser destruida la majestad de aquella a quien venera toda Asia y el mundo entero.
Cuando oyeron estas cosas se llenaron de ira, y gritaron, diciendo: «¡Grande es Diana de los efesios!»
La ciudad se llenó de confusión, y a una se lanzaron al teatro, arrebatando a Gayo y a Aristarco, macedonios, compañeros de Pablo. Pablo quería salir al pueblo, pero los discípulos no lo dejaron. También algunas de las autoridades de Asia, que eran amigos suyos, le enviaron recado rogándole que no se presentara en el teatro. Unos, pues, gritaban una cosa y otros otra, porque la concurrencia estaba confusa y la mayoría no sabía por qué se habían reunido. De entre la multitud sacaron a Alejandro, empujado por los judíos. Y Alejandro, pidiendo silencio con la mano, quiso hablar en su defensa ante el pueblo. Pero cuando se dieron cuenta de que era judío, todos a una voz gritaron casi por dos horas: «¡Grande es Diana de los efesios!»
Entonces el escribano, cuando apaciguó a la multitud, dijo: «Efesios, ¿y quién es el hombre que no sabe que la ciudad de los efesios es guardiana del templo de la gran diosa Diana, y de la imagen venida de Júpiter? Puesto que esto no puede contradecirse, es necesario que os apacigüéis, y que nada hagáis precipitadamente, porque habéis traído a estos hombres, que no son sacrílegos ni blasfemadores de vuestra diosa. Que si Demetrio y los artífices que están con él tienen pleito contra alguno, audiencias se conceden y procónsules hay; acúsense los unos a los otros. Y si demandáis alguna otra cosa, en legítima asamblea se puede decidir, pues hay peligro de que seamos acusados de sedición por esto de hoy, ya que no existe causa alguna por la cual podamos dar razón de este alboroto.
En aquel día hubo una gran persecución contra la iglesia que estaba en Jerusalén, y todos, salvo los apóstoles, fueron esparcidos por las tierras de Judea y de Samaria.
Y habiendo dicho esto, despidió la asamblea.
Cuando cesó el alboroto, llamó Pablo a los discípulos y, habiéndolos exhortado y abrazado, se despidió y salió para Macedonia. Después de recorrer aquellas regiones, y de exhortarlos con abundancia de palabras, llegó a Grecia. Al cabo de tres meses de estar allí, debido a los planes que los judíos tenían contra él cuando se embarcara para Siria, tomó la decisión de volver por Macedonia. Lo acompañaron hasta Asia, Sópater hijo de Pirro, de Berea; Aristarco y Segundo, de Tesalónica; Gayo, de Derbe, y Timoteo; y de Asia, Tíquico y Trófimo. Estos, habiéndose adelantado, nos esperaron en Troas. Y nosotros, pasados los días de los Panes sin levadura, zarpamos de Filipos y en cinco días nos reunimos con ellos en Troas, donde nos quedamos siete días.
El primer día de la semana, reunidos los discípulos para partir el pan, Pablo que tenía que salir al día siguiente, les enseñaba, y alargó el discurso hasta la medianoche. Había muchas lámparas en el aposento alto donde se hallaban reunidos. Un joven llamado Eutico estaba sentado en la ventana, y rendido de un sueño profundo por cuanto Pablo disertaba largamente, vencido del sueño cayó del tercer piso abajo, y fue levantado muerto. Entonces descendió Pablo y se echó sobre él, y abrazándolo, dijo:
—No os alarméis, pues está vivo.
Después de haber subido, partió el pan, lo comió y siguió hablando hasta el alba; y luego se fue. Llevaron vivo al joven, y fueron grandemente consolados.
Nosotros, adelantándonos a embarcarnos, navegamos a Asón para recoger allí a Pablo, ya que así lo había determinado, queriendo él ir por tierra. Cuando se reunió con nosotros en Asón, tomándolo a bordo, vinimos a Mitilene. Navegando de allí, al día siguiente llegamos delante de Quío, y al otro día tocamos puerto en Samos. Hicimos escala en Trogilio, y al día siguiente llegamos a Mileto. Pablo se había propuesto pasar de largo a Éfeso, para no detenerse en Asia, pues se apresuraba por estar el día de Pentecostés, si le fuera posible, en Jerusalén.
Enviando, pues, desde Mileto a Éfeso, hizo llamar a los ancianos de la iglesia. Cuando vinieron a él, les dijo:
—Vosotros sabéis cómo me he comportado entre vosotros todo el tiempo, desde el primer día que llegué a Asia, sirviendo al Señor con toda humildad, con muchas lágrimas y pruebas que me han venido por las asechanzas de los judíos; y cómo nada que fuera útil he rehuido de anunciaros y enseñaros, públicamente y por las casas, testificando a judíos y a gentiles acerca del arrepentimiento para con Dios y de la fe en nuestro Señor Jesucristo. Ahora, ligado yo en espíritu, voy a Jerusalén sin saber lo que allá me ha de acontecer; salvo que el Espíritu Santo por todas las ciudades me da testimonio de que me esperan prisiones y tribulaciones. Pero de ninguna cosa hago caso ni estimo preciosa mi vida para mí mismo, con tal que acabe mi carrera con gozo, y el ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios.
»Y ahora, yo sé que ninguno de todos vosotros, entre quienes he pasado predicando el reino de Dios, verá más mi rostro. Por tanto, yo os declaro en el día de hoy, que estoy limpio de la sangre de todos, porque no he rehuido anunciaros todo el consejo de Dios. Por tanto, mirad por vosotros y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por obispos para apacentar la iglesia del Señor, la cual él ganó por su propia sangre, porque yo sé que después de mi partida entrarán en medio de vosotros lobos rapaces que no perdonarán al rebaño. Y de entre vosotros mismos se levantarán hombres que hablarán cosas perversas para arrastrar tras sí discípulos. Por tanto, velad, acordándoos de que por tres años, de noche y de día, no he cesado de amonestar con lágrimas a cada uno.
»Y ahora, hermanos, os encomiendo a Dios y a la palabra de su gracia, que tiene poder para sobreedificaros y daros herencia con todos los santificados. Ni plata ni oro ni vestido de nadie he codiciado. Antes bien vosotros sabéis que para lo que me ha sido necesario a mí y a los que están conmigo, estas manos me han servido. En todo os he enseñado que, trabajando así, se debe ayudar a los necesitados, y recordar las palabras del Señor Jesús, que dijo: “Más bienaventurado es dar que recibir”».
Cuando terminó de decir estas cosas, se puso de rodillas y oró con todos ellos. Entonces hubo gran llanto de todos, y echándose al cuello de Pablo, lo besaban, y se dolían en gran manera por la palabra que dijo de que no verían más su rostro. Y lo acompañaron al barco.
Después de separarnos de ellos, zarpamos y fuimos con rumbo directo a Cos; al día siguiente, a Rodas, y de allí a Pátara. Y hallando un barco que pasaba a Fenicia, nos embarcamos y zarpamos. Al avistar Chipre, dejándola a mano izquierda, navegamos a Siria y llegamos a Tiro, porque el barco había de descargar allí. Hallamos a los discípulos y nos quedamos allí siete días; y ellos, por el Espíritu, decían a Pablo que no subiera a Jerusalén. Cumplidos aquellos días, salimos. Todos, con sus mujeres e hijos, nos acompañaron hasta las afueras de la ciudad, y puestos de rodillas en la playa, oramos. Y abrazándonos los unos a los otros, subimos al barco y ellos se volvieron a sus casas.
Nosotros completamos la navegación saliendo de Tiro y llegando a Tolemaida; saludamos a los hermanos, y nos quedamos con ellos un día. Al otro día, saliendo Pablo y los que con él estábamos, fuimos a Cesarea; entramos en casa de Felipe, el evangelista, que era uno de los siete, y nos hospedamos con él. Este tenía cuatro hijas doncellas que profetizaban. Mientras nosotros permanecíamos allí algunos días, descendió de Judea un profeta llamado Agabo, quien, viniendo a vernos, tomó el cinto de Pablo, se ató los pies y las manos y dijo:
—Esto dice el Espíritu Santo: “Así atarán los judíos en Jerusalén al hombre de quien es este cinto, y lo entregarán en manos de los gentiles”.
Al oir esto, le rogamos nosotros y los de aquel lugar que no subiera a Jerusalén. Pero Pablo respondió:
—¿Qué hacéis llorando y quebrantándome el corazón?, pues yo estoy dispuesto no solo a ser atado, sino también a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús.
Como no lo pudimos persuadir, desistimos, diciendo:
—Hágase la voluntad del Señor.
Después de esos días, hechos ya los preparativos, subimos a Jerusalén. Y vinieron también con nosotros algunos de los discípulos de Cesarea, trayendo consigo a uno llamado Mnasón, de Chipre, discípulo antiguo, con quien nos hospedaríamos.
Cuando llegamos a Jerusalén, los hermanos nos recibieron con gozo. Al día siguiente, Pablo entró con nosotros a ver a Jacobo, y se hallaban reunidos todos los ancianos; a los cuales, después de haberlos saludado, les contó una por una las cosas que Dios había hecho entre los gentiles por su ministerio. Cuando ellos lo oyeron, glorificaron a Dios, y le dijeron:
—Ya ves, hermano, cuántos millares de judíos hay que han creído; y todos son celosos por la Ley. Pero se les ha informado en cuanto a ti, que enseñas a todos los judíos que están entre los gentiles a apostatar de Moisés, diciéndoles que no circunciden a sus hijos ni observen las costumbres. ¿Qué hay, pues? La multitud se reunirá de cierto, porque oirán que has venido. Haz, pues, esto que te decimos: Hay entre nosotros cuatro hombres que tienen obligación de cumplir voto. Tómalos contigo, purifícate con ellos y paga sus gastos para que se rasuren la cabeza; y todos comprenderán que no hay nada de lo que se les informó acerca de ti, sino que tú también andas ordenadamente, guardando la Ley. Pero en cuanto a los gentiles que han creído, nosotros les hemos escrito determinando que no guarden nada de esto; solamente que se abstengan de lo sacrificado a los ídolos, de sangre, de ahogado y de fornicación.
Entonces Pablo tomó consigo a aquellos hombres, y al día siguiente, habiéndose purificado con ellos, entró en el Templo para anunciar el cumplimiento de los días de la purificación, cuando había de presentarse la ofrenda por cada uno de ellos.
Pero cuando estaban para cumplirse los siete días, unos judíos de Asia, al verlo en el Templo, alborotaron a toda la multitud y le echaron mano, gritando:
—¡Israelitas, ayudad! Este es el hombre que por todas partes enseña a todos contra el pueblo, la Ley y este lugar; y además de esto, ha metido a griegos en el Templo y ha profanado este santo lugar.
Decían esto porque antes habían visto con él en la ciudad a Trófimo, de Éfeso, a quien pensaban que Pablo había metido en el Templo.
Toda la ciudad se alborotó, y se agolpó el pueblo. Apoderándose de Pablo, lo arrastraron fuera del Templo, e inmediatamente cerraron las puertas. Intentaban ellos matarlo, cuando se le avisó al comandante de la compañía que toda la ciudad de Jerusalén estaba alborotada. Este, inmediatamente tomó soldados y centuriones y corrió a ellos. Cuando ellos vieron al comandante y a los soldados, dejaron de golpear a Pablo. Entonces, llegando el comandante, lo prendió y lo mandó atar con dos cadenas, y preguntó quién era y qué había hecho. Pero, entre la multitud, unos gritaban una cosa y otros otra; y como no podía entender nada de cierto a causa del alboroto, lo mandó llevar a la fortaleza. Al llegar a las gradas, aconteció que era llevado en peso por los soldados a causa de la violencia de la multitud, porque la muchedumbre del pueblo venía detrás, gritando:
—¡Muera!
Cuando estaban a punto de meterlo en la fortaleza, Pablo dijo al comandante:
—¿Se me permite decirte algo?
Y él dijo:
—¿Sabes griego? ¿No eres tú aquel egipcio que levantó una sedición antes de estos días y sacó al desierto los cuatro mil sicarios?
Entonces dijo Pablo:
—Yo de cierto soy hombre judío de Tarso, ciudadano de una ciudad no insignificante de Cilicia; pero te ruego que me permitas hablar al pueblo.
Cuando él se lo permitió, Pablo, de pie en las gradas, hizo señal con la mano al pueblo. Se hizo un gran silencio, y comenzó a hablar en lengua hebrea, diciendo:
«Hermanos y padres, oíd ahora mi defensa ante vosotros».
Al oir que les hablaba en lengua hebrea, guardaron más silencio. Él les dijo: «Yo de cierto soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, pero criado en esta ciudad, instruido a los pies de Gamaliel, estrictamente conforme a la Ley de nuestros padres, celoso de Dios como hoy lo sois todos vosotros. Perseguía yo este Camino hasta la muerte, prendiendo y entregando en cárceles a hombres y mujeres; como el Sumo sacerdote también me es testigo, y todos los ancianos, de quienes también recibí cartas para los hermanos, fui a Damasco para traer presos a Jerusalén también a los que estuvieran allí, para que fueran castigados.
»Pero aconteció que yendo yo, al llegar cerca de Damasco, como a mediodía, de repente me rodeó mucha luz del cielo. Caí al suelo y oí una voz que me decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”. Yo entonces respondí: “¿Quién eres, Señor?”. Me dijo: “Yo soy Jesús de Nazaret, a quien tú persigues”. Los que estaban conmigo vieron a la verdad la luz, y se espantaron, pero no entendieron la voz del que hablaba conmigo. Yo dije: “¿Qué haré, Señor?”. Y el Señor me dijo: “Levántate y vete a Damasco, y allí se te dirá todo lo que está ordenado que hagas”. Como yo no veía a causa de aquella luz resplandeciente, llegué a Damasco llevado de la mano por los que estaban conmigo.
»Entonces uno llamado Ananías, hombre piadoso según la Ley, que tenía buen testimonio de todos los judíos que allí habitaban, vino a mí y, acercándose, me dijo: “Hermano Saulo, recibe la vista”. Y yo en aquella misma hora recobré la vista y lo miré. Él dijo: “El Dios de nuestros padres te ha escogido para que conozcas su voluntad, veas al Justo y oigas la voz de su boca, porque serás testigo suyo ante todos los hombres, de lo que has visto y oído. Ahora, pues, ¿por qué te detienes? Levántate, bautízate y lava tus pecados invocando su nombre”.
»Volví a Jerusalén, y mientras estaba orando en el Templo me sobrevino un éxtasis. Vi al Señor, que me decía: “Date prisa y sal prontamente de Jerusalén, porque no recibirán tu testimonio acerca de mí”. Yo dije: “Señor, ellos saben que yo encarcelaba y azotaba en todas las sinagogas a los que creían en ti; y cuando se derramaba la sangre de Esteban, tu testigo, yo mismo también estaba presente y consentía en su muerte, y guardaba las ropas de los que lo mataban”. Pero me dijo: “Ve, porque yo te enviaré lejos, a los gentiles”».
Lo oyeron hasta esta palabra; entonces alzaron la voz, diciendo:
—¡Quita de la tierra a tal hombre, porque no conviene que viva!
Y como ellos gritaban, arrojaban sus ropas y lanzaban polvo al aire, mandó el comandante que lo metieran en la fortaleza y ordenó que fuera azotado para que hablara, a fin de saber por qué causa gritaban así contra él. Pero cuando lo ataban con correas, Pablo dijo al centurión que estaba presente:
—¿Os está permitido azotar a un ciudadano romano sin haber sido condenado?
Cuando el centurión oyó esto, fue y dio aviso al comandante, diciendo:
—¿Qué vas a hacer? Porque este hombre es ciudadano romano.
Se acercó el comandante y le dijo:
—Dime, ¿eres tú ciudadano romano?
Él dijo:
—Sí.
Respondió el comandante:
—Yo con una gran suma adquirí esta ciudadanía.
Entonces Pablo dijo:
—Pero yo lo soy de nacimiento.
Así que, al punto se apartaron de él los que le iban a dar tormento; y aun el comandante, al saber que era ciudadano romano, también tuvo temor por haberlo atado.
Al día siguiente, queriendo saber con certeza la causa por la cual lo acusaban los judíos, lo soltó de las cadenas, y mandó venir a los principales sacerdotes y a todo el Concilio, y sacando a Pablo, lo presentó ante ellos.
Entonces Pablo, mirando fijamente al Concilio, dijo:
—Hermanos, yo con toda buena conciencia he vivido delante de Dios hasta el día de hoy.
El sumo sacerdote Ananías ordenó entonces a los que estaban junto a él que lo golpearan en la boca.
Entonces Pablo le dijo:
—¡Dios te golpeará a ti, pared blanqueada! ¿Estás tú sentado para juzgarme conforme a la Ley, y quebrantando la Ley me mandas golpear?
Los que estaban presentes dijeron:
—¿Al Sumo sacerdote de Dios insultas?
Pablo dijo:
—No sabía, hermanos, que fuera el Sumo sacerdote, pues escrito está: “No maldecirás a un príncipe de tu pueblo”.
Entonces Pablo, notando que una parte era de saduceos y otra de fariseos, alzó la voz en el Concilio:
—Hermanos, yo soy fariseo, hijo de fariseo; acerca de la esperanza y de la resurrección de los muertos se me juzga.
Cuando dijo esto, se produjo discusión entre los fariseos y los saduceos, y la asamblea se dividió, porque los saduceos dicen que no hay resurrección ni ángel ni espíritu; pero los fariseos afirman que sí existen. Entonces hubo un gran vocerío y, levantándose los escribas de la parte de los fariseos, discutían diciendo:
—Ningún mal hallamos en este hombre; que si un espíritu le ha hablado, o un ángel, no resistamos a Dios.
Como la discusión era cada vez más fuerte, el comandante, temiendo que Pablo fuera despedazado por ellos, mandó que bajaran soldados, lo arrebataran de en medio de ellos y lo llevaran a la fortaleza.
A la noche siguiente se le presentó el Señor y le dijo: «Ten ánimo, Pablo, pues como has testificado de mí en Jerusalén, así es necesario que testifiques también en Roma».
Cuando fue de día, algunos de los judíos tramaron un complot y se juramentaron bajo maldición, diciendo que no comerían ni beberían hasta que hubieran dado muerte a Pablo. Eran más de cuarenta los que habían hecho esta conjuración, los cuales fueron a los principales sacerdotes y a los ancianos y dijeron:
—Nosotros nos hemos juramentado bajo maldición a no gustar nada hasta que hayamos dado muerte a Pablo. Ahora pues, vosotros, con el Concilio, requerid al comandante que lo traiga mañana ante vosotros, con el pretexto de que queréis indagar alguna cosa más cierta acerca de él; y nosotros estaremos listos para matarlo antes que llegue.
Pero el hijo de la hermana de Pablo, oyendo hablar de la celada, fue y entró en la fortaleza y dio aviso a Pablo. Pablo, llamando a uno de los centuriones, dijo:
—Lleva a este joven ante el comandante, porque tiene cierto aviso que darle.
Él entonces, tomándolo, lo llevó al comandante y dijo:
—El preso Pablo me llamó y me rogó que trajera ante ti a este joven, que tiene algo que hablarte.
El comandante, tomándolo de la mano y retirándose aparte, le preguntó:
—¿Qué es lo que tienes que decirme?
Él le dijo:
—Los judíos han convenido en rogarte que mañana lleves a Pablo ante el Concilio, con el pretexto de que van a inquirir alguna cosa más cierta acerca de él. Pero tú no los creas, porque más de cuarenta hombres de ellos lo acechan, los cuales se han juramentado bajo maldición a no comer ni beber hasta que le hayan dado muerte; y ahora están listos esperando tu promesa.
Entonces el comandante despidió al joven, mandándole que a nadie dijera que le había dado aviso de esto.
Llamando a dos centuriones, mandó que prepararan para la hora tercera de la noche doscientos soldados, setenta jinetes y doscientos lanceros, para que fueran hasta Cesarea; y que prepararan cabalgaduras en que, poniendo a Pablo, lo llevaran a salvo a Félix, el gobernador. Y escribió una carta en estos términos:
«Claudio Lisias al excelentísimo gobernador Félix: Salud. A este hombre, aprehendido por los judíos, y que iban ellos a matar, lo libré yo acudiendo con la tropa, habiendo sabido que era ciudadano romano. Y queriendo saber la causa por la que lo acusaban, lo llevé al Concilio de ellos; y hallé que lo acusaban por cuestiones de la ley de ellos, pero que ningún delito tenía digno de muerte o de prisión. Pero al ser avisado de asechanzas que los judíos habían tendido contra este hombre, al punto lo he enviado a ti, intimando también a los acusadores que traten delante de ti lo que tengan contra él. Pásalo bien».
Los soldados, tomando a Pablo como se les ordenó, lo llevaron de noche a Antípatris. Al día siguiente, dejando a los jinetes que fueran con él, volvieron a la fortaleza. Cuando aquellos llegaron a Cesarea y dieron la carta al gobernador, presentaron también a Pablo delante de él. El gobernador leyó la carta, y preguntó de qué provincia era; y al saber que era de Cilicia, le dijo:
—Te oiré cuando vengan tus acusadores.
Y mandó que lo vigilaran en el pretorio de Herodes.
1-La falta de perdón
bloquea la puerta para la salvación y el perdón de Dios.
1-El perdón
abre la puerta para la salvación y el perdón de Dios.
Porque si perdonan a otros sus ofensas, También los Perdonará a ustedes su Padre celestial. Pero si no Perdonan a otros sus ofensas, tampoco su padre les perdonará a ustedes las suyas. (Mateo 6:14–15)
La falta de perdón permite que crezca una raíz de amargura.
El perdón no permite que crezca una raíz de amargura.Asegúrense de que nadie deje de alcanzar la gracia De Dios; de que ninguna raíz amarga brote y cause dificultades Y corrompa a muchos. (Hebreos 12:15)
La falta de perdón le abre la puerta de nuestra vida a Satanás.
El perdón le cierra la puerta de nuestra vida a SatanásLo he perdonado por consideración a ustedes en presencia de Cristo, para que Satanás no se aproveche de nosotros, pues no ignoramos sus artimañas. (2 Corintios 2:10–11)
La falta de perdón hace que caminemos en la oscuridad.
El perdón nos trae a la luz.El que afirma que está en la luz, pero odia a su hermano todavía está en la oscuridad.. . el que odia a su hermano esta en la oscuridad y en ella vive, y no sabe a dónde va, porque la oscuridad no lo deja ver. (1 Juan 2:9–11)
La falta de perdón es de Satanás
El perdón es de DiosSi ustedes tienen iras amargas y rivalidades en el corazón… esa no es la sabiduría que desciende del cielo, sino que es terrenal, puramente humana y diabólica. (Santiago 3:14–15)La falta de perdón refleja un corazón sin piedad, impío.El perdón refleja un corazón piadoso.Los de corazón impío abrigan resentimiento; No piden ayuda aún cuando Dios los castigue. (Job 36:13)
La falta de perdón nos hace esclavos del pecado.
El perdón nos libera.Veo que vas camino a la amargura, Y a la esclavitud del pecado. (Hechos 8:23)La falta de perdón agravia al Espíritu de Dios.El perdón es fortalecido por el Espíritu de Dios.No agravien al Espíritu Santo de Dios, con el cual fueron Sellados para el día de la redención. Abandonen toda amargura, ira y enojo Gritos y calumnias, y toda forma de malicia. (Efesios 4:30–31)
El perdón nos libera.Veo que vas camino a la amargura, Y a la esclavitud del pecado. (Hechos 8:23)La falta de perdón agravia al Espíritu de Dios.El perdón es fortalecido por el Espíritu de Dios.No agravien al Espíritu Santo de Dios, con el cual fueron Sellados para el día de la redención. Abandonen toda amargura, ira y enojo Gritos y calumnias, y toda forma de malicia. (Efesios 4:30–31)