El pueblo «sencillo», que vivía defendiéndose del hambre y de los grandes terratenientes, le entendía muy bien: Dios los quería ver dichosos, sin hambre y sin agobios. Los más enfermos y desvalidos se fiaban de él y, animados por su fe, volvían a confiar en el Dios de la vida. Las mujeres que se atrevían a salir de su casa dejando su trabajo para escucharlo intuían que Dios tenía que amar como decía Jesús, con entrañas de madre. La gente sencilla sintonizaba con él. El Dios que Jesús les anunciaba era el que anhelaban y necesitaban.