La seguridad de salvación
Notes
Transcript
Handout
1 Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo; 2 por quien también tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. 3 Y no sólo esto, sino que también nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia; 4 y la paciencia, prueba; y la prueba, esperanza; 5 y la esperanza no avergüenza; porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado.
6 Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos. 7 Ciertamente, apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que alguno osara morir por el bueno. 8 Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. 9 Pues mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira. 10 Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida. 11 Y no sólo esto, sino que también nos gloriamos en Dios por el Señor nuestro Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la reconciliación.
Una de las tácticas elementales que Satanás usa en contra de los creyentes es la de hacerles dudar que la salvación es segura para siempre o que es algo real en su caso personal. Quizás por esa razón, Pablo describe que una de las partes imprescindibles en la armadura de un cristiano es “el yelmo de la salvación” (Ef. 6:16; cp. 1 Ts. 5:8), él le es provisto para rodear y proteger su mente en contra de la duda y la inseguridad con respecto a su redención. Esto es algo objetivo y subjetivo al mismo tiempo. En primer lugar, se puede demostrar por el testimonio objetivo de las Escrituras que la salvación está asegurada eternamente para todos los salvados. El asunto de la seguridad eterna o de “salvo una vez, salvo para siempre” ha sido objeto de acalorados debates a lo largo de toda la historia de la iglesia.
Todos están de acuerdo en que la verdad o falsedad de esa doctrina es de inmensa importancia, pero también resulta crucial para el creyente reconocer la evidencia de que él en realidad tiene esa salvación real. Una vez que la seguridad haya quedado establecida como un hecho objetivo con respecto a su salvación, entonces el cristiano debe mantener esa certidumbre en su corazón, a un nivel subjetivo.
Si es cierto, como algunos sostienen, que una persona se salva por fe en Jesucristo pero puede pecar y salirse con la suya por la gracia de Dios, la consecuencia necesaria es que los cristianos deben vivir con incertidumbre continua acerca de su destino espiritual, porque aquello que recibieron sobre la base de la obra de Dios debe mantenerse sobre la base de sus propias obras; la justicia divina que recibieron de Dios como un regalo debe ser mantenida por la justicia que ellos mismos logren alcanzar. Según esa doctrina, la salvación se recibe por fe pero se conserva por obras, es dada por el poder de Dios pero es mantenida por el poder del hombre. Por lo tanto, también se trata de una forma de justicia por obras en la cual se enseña que si la vida de un creyente no está a la altura de los estándares de Dios, esa persona pierde su salvación y queda otra vez perdida en sus pecados. Un día puede estar vivo espiritualmente y al siguiente volver a quedar en la muerte espiritual. Un día puede ser un hijo de Dios y al siguiente estar de vuelta en la familia de Satanás. Es obvio que si no existe una seguridad externa (aspecto objetivo), puede haber razón para temer ya que también falta certeza en el corazón de la persona salva (aspecto subjetivo).
En los capítulos 3 y 4 de Romanos, Pablo establece de forma inequívoca que la salvación se da únicamente sobre la base de la gracia de Dios que obra a través de la fe del hombre. La única parte que el hombre desempeña en llegar a ser salvo consiste en recibir por fe el perdón y la reconciliación gratuitos que provienen de la mano del Dios de gracia. La persona que confía en cualquier otra cosa, incluyendo la obediencia a la ley de Dios mismo, no puede ser salvada. Debe tenerse en cuenta que incluso la mayoría de aquellos que niegan la seguridad concuerdan plenamente en relación a este aspecto de la salvación. El apóstol ha establecido el hecho de que la fe ha sido siempre la única vía que lleva a la salvación. Abraham, el progenitor físico de todos los judíos y su ejemplo supremo de un hombre justo delante de Dios, no alcanzó esa relación mediante sus buenas obras sino a través de su fe únicamente. Citando Génesis 15:6, Pablo declara: “Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia” (Ro. 4:3).
No obstante, esa verdad había perdido su significado mucho tiempo atrás para la mayoría de los judíos en el tiempo de Pablo. Había sido reemplazada por un sistema de justicia por obras basado en una conformidad parcial a la ley del Antiguo Testamento así como en una gran cantidad de tradiciones implementadas por los rabinos. En ese sentido, el judaísmo popular no era diferente a las demás religiones fabricadas por los hombres, todas las cuales se construyen sobre el principio de que el hombre puede agradar y apaciguar a la deidad sobre la base de la bondad y los logros humanos. A causa de la ceguera y el orgullo espiritual generados por el pecado, el hombre caído siempre ha estado convencido de que se encuentra en perfecta capacidad para sacarse a sí mismo del estanque halando los cordones de sus propios zapatos espirituales. Si cree en Dios para algo, o bien cree que tiene la suficiente bondad intrínseca para agradar a Dios, o que puede hacerse aceptable para Dios mediante sus propios esfuerzos. (Pablo comenta más adelante acerca de esto en 10:1-4).
En Romanos 3–4, los argumentos de Pablo están dirigidos específicamente a los judíos (véase por ejemplo, 3:1, 9, 29; 4:1, 13), y parece probable que ellos sigan siendo sus oyentes primordiales en el capítulo 5. Como hace con frecuencia en esta epístola, el gran apóstol se anticipa a los argumentos típicos que se plantearían en contra de su enseñanza inspirada, muchos de los cuales, sin duda alguna, ya había tenido que confrontar durante su ministerio.
Las preguntas y objeciones que Pablo trata ahora tienen que ver con la manera como se mantiene la salvación. “Si concedemos que una persona es hecha justa delante de Dios únicamente “siendo justificada gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús”” (Rom 3:24; cp. Rom 4:24 ), dirían algunos de los lectores de Pablo, “¿bajo qué condiciones puede conservar su salvación? Si una persona se salva únicamente por medio de su fe, aparte de cualesquiera de las buenas obras que pueda realizar, ¿significa eso que de ahí en adelante puede vivir como le plazca porque su relación justa con Dios está asegurada por la eternidad?
¿O acaso la salvación se preserva con las buenas obras individuales?”
Pablo respondió a la segunda pregunta cuando recusó la falsa acusación de que la doctrina de salvación por gracia a través de la fe alienta a un creyente a pecar. Como reacción frente a la enseñanza del apóstol en el sentido de que “nuestra injusticia hace resaltar la justicia de Dios” (Rom 3:5), algunos de sus opositores le acusaron de promover el pecado y de enseñar que los cristianos deberían hacer “males para que vengan bienes” (3:8). Ahora él se encarga de impugnar la idea casi opuesta de que, aunque la salvación es recibida por fe, debe preservarse con buenas obras.
Si la preservación de la salvación depende de lo que los creyentes mismos hagan o dejen de hacer, su salvación es únicamente tan segura como su fidelidad, lo cual no suministra seguridad alguna en absoluto. De acuerdo a esa postura, los creyentes deben proteger con su propio poder humano lo que Cristo empezó con su poder divino.
Para contrarrestar esa suposición y la falta absoluta de esperanza que trae como resultado, Pablo reconfortó a la iglesia de Éfeso con estas palabras de certitud: “[Oro pidiendo que el Dios de nuestro Señor Jesucristo alumbre] los ojos de vuestro entendimiento, para que sepáis cuál es la esperanza a que él os ha llamado, y cuáles las riquezas de la gloria de su herencia en los santos, y cuál la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según la operación del poder de su fuerza, la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos y sentándole a su diestra en los lugares celestiales” (Ef. 1:18-20). Como el apóstol señala en ese pasaje, es de gran importancia para los cristianos estar al tanto de la seguridad que tienen ahora y tendrán para siempre en Cristo, una seguridad que no depende de sus propios esfuerzos pecaminosos e infructuosos sino de la “supereminente grandeza de su poder para con nosotros” y en “el poder de su fuerza”. Esa verdad es la piedra principal sobre la que descansa el sentimiento de certidumbre.
Nuestra esperanza no está puesta en nosotros mismos sino en nuestro gran Dios, quien incluso “si fuéremos infieles, él permanece fiel; él no puede negarse a sí mismo” (2 Ti. 2:13). Isaías describió la fidelidad de Dios como el “cinto de sus lomos” (Is. 11:5). David declaró que la fidelidad del Señor “alcanza hasta las nubes” (Sal. 36:5), y Jeremías le alabó con la exclamación, “Grande es tu fidelidad” (Lm. 3:23). El escritor de Hebreos amonesta a los cristianos con las palabras: “Mantengamos firme, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza, porque fiel es el que prometió” (He. 10:23). Mientras que sigue siendo necesaria la fe continua, el hecho de que seamos capaces de mantenernos firmes está fundamentado en la fidelidad del Señor, no en la nuestra.
Al desarrollar su argumento en el libro de Romanos contra la noción destructiva de que los creyentes deben vivir con incertidumbre acerca del carácter completo y definitivo de su salvación, Pablo presenta seis “eslabones” en la cadena de verdad que une eternamente al creyente verdadero a su Salvador y Señor, completamente aparte de cualquier esfuerzo o mérito por parte del creyente. Esos eslabones son: la paz del creyente con Dios (5:19, su posición en la gracia (v. 2a), su esperanza de gloria (vv. 2b-5a), su posesión de amor divino (vv. 5b-8), su certeza de liberación (vv. 9-10), y su gozo en el Señor (v. 11).
LA PAZ DEL CREYENTE CON DIOS
Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo; (Rom 5:1)
El primer eslabón en la cadena irrompible que liga a los creyentes por la eternidad a Cristo es su paz con Dios.
El término pues conecta el argumento actual de Pablo con lo que ya ha dicho, especialmente en los capítulos 3 y 4. En esos capítulos el apóstol estableció que nosotros como creyentes hemos sido justificados por la fe. Debido a nuestra justificación por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo.
El verbo que se traduce tenemos se encuentra en el tiempo presente para indicar algo que ya se posee. Muchas de las bendiciones de un creyente están pendientes para su resurrección y glorificación, pero la paz para con Dios queda establecida en el momento en que deposita su confianza en el Señor Jesucristo.
La paz de la que Pablo está hablando aquí no es subjetiva sino objetiva. No es un sentimiento sino un hecho.
Aparte de la salvación por medio de Jesucristo, todo ser humano se encuentra en enemistad con Dios y enfrascado en una guerra espiritual contra Él (Rom 5:10 “10 Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida.” ; cp. Rom 8:7 “7 Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden;” ), sin importar cuáles puedan ser sus sentimientos acerca de Dios. De la misma manera, la persona que es justificada por la fe en Cristo se encuentra en paz con Dios sin importar cómo pueda sentirse al respecto en un momento dado. A través de su confianza en Jesucristo, la guerra de un pecador contra Dios queda terminada por toda la eternidad.
La mayoría de personas no salvas no se consideran a sí mismas enemigos de Dios. Debido a que no tienen sentimientos conscientes de odio hacia Él y no se oponen a su obra o contradicen su Palabra activamente, se consideran a sí mismos, en el peor de los casos, como “neutrales” en cuanto a Dios; pero una neutralidad a este nivel no es factible. La mente de toda persona no salva está en paz únicamente con las cosas de la carne, cuyos designios por definición “son enemistad contra Dios” (Ro. 8:7).
Después que el famoso misionero David Livingstone había pasado varios años entre los zulúes en el sur de África, él fue con su esposa y pequeño hijo a otro lugar para ministrar. Cuando regresó, descubrió que una tribu enemiga había atacado a los zulúes, matado a gran parte de la población y llevado cautivo al hijo del jefe. El jefe zulú no quiso hacer guerra con la otra tribu, pero preguntó al doctor Livingstone: “¿Cómo puedo estar en paz con ellos mientras retengan a mi hijo como prisionero?”
En un comentario sobre esa historia, Donald Grey Barnhouse escribió: “Si esta actitud es tan real en el corazón de un jefe de tribu, ¿cuánto más lo es por parte de Dios el Padre hacia aquellos que pisotean a su Hijo, que tienen por inmunda la sangre del pacto en la cual fueron santificados y que persisten en su afrenta al Espíritu de gracia (He. 10:29)?” (God’s River: Romans 5:1-11 [Grand Rapids: Eerdmans, 1959], p. 26).
No solamente todos los incrédulos son enemigos de Dios sino que Dios también es el enemigo de todos los incrédulos, hasta el punto en que Él está airado contra ellos todos los días (cp. Sal. 7:11 “11 Dios es juez justo, Y Dios está airado contra el impío todos los días.” ) y los condena al infierno eterno.
Dios es el enemigo del pecador, y esa enemistad no puede terminar a menos que y solamente hasta que el pecador deposite su confianza en Jesucristo. Toda persona que no sea un hijo de Dios es un hijo de Satanás (véase Jn. 8:44 “44 Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer. El ha sido homicida desde el principio, y no ha permanecido en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando habla mentira, de suyo habla; porque es mentiroso, y padre de mentira.” ), y toda persona que no sea un ciudadano del reino de Dios pertenece al de Satanás. Como Pablo declaró en la introducción de su carta: “la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad” (Ro. 1:18).
Aparte de la confianza personal en Dios, hasta los miembros de su raza escogida de Israel no quedan exentos de la enemistad y la ira divinas. “Mi furor se encenderá, y os mataré a espada”, advirtió Dios al Israel antiguo poco tiempo después de haberlos libertado de Egipto (Éx. 22:24). Durante las subsecuentes peregrinaciones en el desierto, el Señor declaró a los israelitas infieles e incrédulos: “Ellos me movieron a celos con lo que no es Dios; me provocaron a ira con sus ídolos; yo también los moveré a celos con un pueblo que no es pueblo, los provocaré a ira con una nación insensata. Porque fuego se ha encendido en mi ira, y arderá hasta las profundidades del Seol; devorará la tierra y sus frutos, y abrasará los fundamentos de los montes” (Dt. 32:21-22). Poco tiempo después que Israel entró a la tierra prometida, Dios advirtió: “Si traspasareis el pacto de Jehová vuestro Dios que él os ha mandado, yendo y honrando a dioses ajenos, e inclinándoos a ellos, entonces la ira de Jehová se encenderá contra vosotros, y pereceréis prontamente de esta buena tierra que él os ha dado” (Jos. 23:16;
Nah. 1:2 “2 Jehová es Dios celoso y vengador; Jehová es vengador y lleno de indignación; se venga de sus adversarios, y guarda enojo para sus enemigos.” ).
A quienes neciamente piensan que Dios es demasiado amoroso como para enviar a cualquier persona al infierno, Pablo declaró: “Nadie os engañe con palabras vanas, porque por estas cosas viene la ira de Dios sobre los hijos de desobediencia” (Ef. 5:6).
Una vez escuché decir a un entrenador de fútbol profesional durante un servicio devocional antes de un juego que se realizó para su equipo: “Yo no sé si Dios existe, pero me gusta que tengamos estas reuniones porque si acaso existe quiero estar seguro de que esté de mi lado”. Sentimientos de esa clase son expresados con frecuencia por incrédulos que piensan que el Creador y Sustentador del universo puede ser manipulado con zalamerías superficiales para que cumpla sus deseos al pie de la letra. Dios nunca se pone al lado de los incrédulos. Él es su enemigo, y su ira contra ellos únicamente puede ser aplacada por la confianza que ellos depositen en la obra expiatoria de su Hijo, Jesucristo.
La verdad es que Cristo en la cruz tomo sobre sí mismo toda la furia de la ira de Dios que la humanidad pecadora merece recibir, y aquellos que confían en Cristo ya no son enemigos de Dios ni se encuentran bajo el ardor de su ira sino que ahora están en paz con Dios.
Pablo aseguró a los creyentes colosenses: “Por cuanto agradó al Padre que en él [Cristo] habitase toda plenitud, y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz. Y a vosotros también, que erais en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras, ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne, por medio de la muerte, para presentaros santos y sin mancha e irreprensibles delante de él” (Col. 1:19-22).
La consecuencia más inmediata de la justificación es la reconciliación, que es el tema de Romanos 5.
La reconciliación con Dios trae paz con Dios. Esa paz es permanente e irrevocable porque Jesucristo, a través de quien los creyentes reciben su reconciliación, sigue (He. 7:25 “25 por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos.” ).
“Porque seré propicio a sus injusticias”, dice el Señor a quienes pertenecen a Él, “y nunca más me acordaré de sus pecados y de sus iniquidades” (He. 8:12; cp. He 10:17 “17 añade: Y nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones.” ). Si alguien tuviera que ser castigado en el futuro por los pecados de los creyentes, tendría que ser Aquel que los tomó sobre sí, Jesucristo; y eso es imposible porque Él ya pagó la deuda por completo.
Cuando una persona se acoge a Jesucristo con fe y arrepentimiento, el Hijo de Dios sin pecado quien obró la satisfacción perfecta por todos nuestros pecados hace que esa persona quede por la eternidad en paz con Dios el Padre. De hecho, Cristo no solamente trae paz para el creyente sino que Él mismo “es nuestra paz” (Ef. 2:14 “14 Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación,” ). Todo esto apunta a cuán crucial resulta para nosotros entender la naturaleza y el alcance de la obra expiatoria de Jesucristo como la base para nuestra certidumbre.
Aunque la paz de la que Pablo está hablando en este pasaje es la paz objetiva de ser reconciliados con Dios, la percepción consciente de esa verdad objetiva también otorga al creyente una profunda y maravillosa paz subjetiva. Saber que se es hijo de Dios y hermano de Jesucristo es algo que da a todos los cristianos lo que Charles Hodge llamó “la dulce calma del alma” (Commentary on the Epistle to the Romans [Grand Rapids: Eerdmans, 1974, reimpresión], p. 132).
Sin embargo, el ser conscientes de nuestra paz con Dios por medio de Jesucristo tiene un propósito mucho más grande que el de despertar en nosotros sentimientos de gratitud y dulzura, por maravillosos que éstos sean. Cuando un cristiano está convencido de su seguridad eterna en Cristo, es librado por completo de tener que enfocarse en su altruismo y méritos propios y queda en capacidad de servir al Señor con la confianza absoluta de que nada puede separarle de su Padre celestial. Él puede decir con Pablo: “” (Ro. 8:38-39 “38 Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, 39 ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro.” ).
La paz que un creyente tiene en el conocimiento de que puede estar seguro en Cristo para siempre no sólo fortalece su fe sino que además fortalece su servicio. El conocimiento de que estamos en paz con Dios por toda la eternidad nos prepara para librar una guerra espiritual efectiva para Cristo y en su poder. Cuando un soldado romano estaba en medio de la batalla, tenía puestas unas botas con tachuelas en la suela para darle agarre firme en los pies mientras luchaba. Puesto que los cristianos tienen “calzados los pies con el apresto del evangelio de la paz” (Ef. 6:15), cuentan con la confianza para mantenerse en pie y con firmeza para Cristo, sin sufrir los resbalones espirituales y los deslices emocionales que la incertidumbre con respecto a la salvación trae inevitablemente, ¡porque ellos sí saben con certeza que están del lado de Dios!
LA POSICIÓN DEL CREYENTE EN LA GRACIA
por quien también tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes, (Ro 5:2a)
Un segundo eslabón en la cadena irrompible que une eternamente a los creyentes a Cristo es la posición que mantienen en la gracia de Dios.
Por quien se refiere por supuesto al Señor Jesucristo (v. 1). Debido a nuestra reconciliación con Dios el Padre mediante nuestra confianza en su Hijo, también tenemos entrada por la fe a esta gracia. Prosagōgē (entrada) se emplea únicamente tres veces en el Nuevo Testamento y en cada caso se aplica al acceso a Dios que los creyentes tienen por medio de Jesucristo (véase también Ef. 2:18; 3:12).
Para los judíos, la idea de tener entrada o acceso directo a Dios era impensable, porque nada más que ver el rostro de Dios equivalía a morir. Cuando Dios dio su ley a Israel en Sinaí Él “” (Éx. 19:9 “9 Entonces Jehová dijo a Moisés: He aquí, yo vengo a ti en una nube espesa, para que el pueblo oiga mientras yo hablo contigo, y también para que te crean para siempre. Y Moisés refirió las palabras del pueblo a Jehová.” ). Pero después que el pueblo se purificó de acuerdo a las instrucciones del Señor, descendió Jehová sobre el Monte Sinaí, sobre la cumbre del monte; y llamó Jehová a Moisés a la cumbre del monte, y Moisés subió. Y Jehová dijo a Moisés: Desciende, ordena al pueblo que no traspase los límites para ver a Jehová, porque caerá multitud de ellos” (Ex. 19:20-21 ).
Después que el tabernáculo fue construido y más adelante el templo, se fijaron alrededor de ellos límites muy estrictos. Un gentil no podía pasar de los linderos exteriores; las mujeres judías podían ir más allá del límite de los gentiles pero nada más, y de igual modo para los hombres y los sacerdotes regulares. Cada grupo tenía permiso para acercarse cada vez más al Lugar Santísimo donde se manifestaba la presencia gloriosa de Dios, pero ninguno de ellos podía entrar allí. Únicamente el sumo sacerdote podía entrar, y eso que apenas una vez al año durante un tiempo muy breve; el sumo sacerdote mismo podía perder su vida si entraba indignamente. En la vestidura especial que el sumo sacerdote usaba en el día de la expiación se cosían unas campanillas cuyo sonido debía escucharse todo el tiempo, y si se detenía mientras él se encontraba ministrando en el Lugar Santísimo, el pueblo sabía que había sido muerto por Dios (Éx. 28:35).
La muerte de Cristo puso término a todo eso. A través de su sacrificio expiatorio, Él hizo que cualquier persona que pusiera su confianza en ese sacrificio, fuese judío o gentil, pudiera tener acceso a Dios el Padre. El escritor de Hebreos alienta a los creyentes con estas palabras, “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (He. 4:16).
Para que esta verdad quedara ilustrada gráficamente, cuando Jesús fue crucificado “el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo” (Mt. 27:51 “51 Y he aquí, el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo; y la tierra tembló, y las rocas se partieron;” ). Su muerte quitó para siempre de en medio la barrera a la presencia santa de Dios que estaba representada por el velo. En un comentario sobre esa verdad asombrosa, el escritor de Hebreos dice: “Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura” (He. 10:19-22).
Prediciendo la nueva relación que los creyentes tendrían con Dios bajo el nuevo pacto, el profeta Jeremías escribió: “Y me serán por pueblo, y yo seré a ellos por Dios ... y haré con ellos pacto eterno, que no me volveré atrás de hacerles bien, y pondré mi temor en el corazón de ellos, para que no se aparten de mí” (Jer. 32:38, 40).
Con base en nuestra fe en Él, Jesucristo trae a los creyentes a esta gracia en la cual estamos firmes. Histēmi (estamos firmes) alude aquí a un concepto de permanencia, de algo que se mantiene erguido e inconmovible.
Aunque la fe es necesaria para la salvación, es la gracia de Dios y no la fe del creyente lo que tiene el poder para salvar y mantener firme en la salvación.
Nosotros no somos salvados por la gracia divina y luego preservados por el esfuerzo humano. Eso sería un descrédito para la gracia de Dios porque se podría presumir que lo que Dios comienza en nosotros Él no está en disposición o capacidad de preservar y completar. Pablo declaró sin equívocos a los creyentes filipenses: “Estando persuadido de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Fil. 1:6). Haciendo énfasis en esa misma verdad sublime, Judas habla de Cristo como “Aquel que es poderoso para guardaros sin caída, y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran alegría” (Jud. 24). Nosotros no comenzamos por el Espíritu para acabar siendo perfeccionados por la carne (Gá. 3:3 “3 ¿Tan necios sois? ¿Habiendo comenzado por el Espíritu, ahora vais a acabar por la carne?” ).
Los creyentes caerán muchas veces en pecado, pero su pecado no es más poderoso que la gracia de Dios. Se trata de los mismos pecados por los cuales Jesús pagó el castigo pleno. Si ningún pecado que una persona comete antes de la salvación es demasiado grande para ser cubierto por la muerte expiatoria de Cristo, ciertamente ningún pecado que cometa después de la salvación es demasiado grande para ser cubierto. Más adelante en este mismo capítulo el apóstol declara: “Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida” (Ro. 5:10). Si un Salvador agonizante pudo traernos a la gracia de Dios, con toda seguridad un Salvador vivo puede mantenernos en su gracia.
Todavía más adelante en el capítulo Pablo afirma la verdad de nuevo: “La ley se introdujo para que el pecado abundase; mas cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia” (Ro. 5:20). Estando firmes en la gracia nos encontramos siempre en la esfera del perdón constante.
El expositor bíblico Arthur Pink escribió en términos gráficos: “Es total y absolutamente imposible que la sentencia del Juez divino llegara a revocarse o revertirse. La Roca de la eternidad sería pulverizada por los rayos de la omnipotencia antes que quienes están protegidos bajo su abrigo sean puestos otra vez bajo condenación” (The Doctrines of Election and Justification [Grand Rapids: Baker, 1974], pp. 247-48).
A Timoteo, su amado hijo en la fe, Pablo aseveró con absoluta confianza: “Yo sé a quién he creído, y estoy seguro que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día” (2 Ti. 1:12 “12 Por lo cual asimismo padezco esto; pero no me avergüenzo, porque yo sé a quién he creído, y estoy seguro que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día.” ). Con igual certeza escribió: “¿Qué, pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas? ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros” (Ro. 8:31-34).
Si Dios en su soberanía declara a aquellos que creen en su Hijo como justos para siempre, ¿quién puede sobreseer ese veredicto? ¿Qué corte más alta puede rescindir la absolución divina? Por supuesto, no existe una corte más alta ni un juez más supremo. Jesucristo es el juez divino de toda la humanidad, y Él da a sus discípulos verdaderos la inefable y confortante promesa de que “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, no le echo fuera” (Jn. 6:37).
No es para que los creyentes queden en libertad de pecar que su salvación ha quedado asegurada.
El propósito y efecto mismo de la salvación es hacer libres a los hombres del pecado, no libertarlos para que lo cometan.
Pablo recuerda más adelante a los creyentes romanos que habiendo sido “y libertados del pecado, vinisteis a ser siervos de la justicia” (Ro. 6:18). Alguien que profesa ser cristiano y peca de manera persistente y reincidente prueba con ello que no pertenece al Señor.
Como el apóstol Juan dijo acerca de ciertos apóstatas en la iglesia primitiva: “salieron de nosotros, pero no eran de nosotros; porque si hubiesen sido de nosotros, habrían permanecido con nosotros; pero salieron para que se manifestase que no todos son de nosotros” (1 Jn. 2:19).
Más adelante en esa epístola Juan escribió: “Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado ... todo aquel que no hace justicia, ... no es de Dios” (1 Juan 3:9-10 “9 Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios. 10 En esto se manifiestan los hijos de Dios, y los hijos del diablo: todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es de Dios.” ). El creyente verdadero empezará, a partir de la salvación y de allí en adelante, un nuevo patrón de justicia en su conducta, el cual brota de su nueva naturaleza que aborrece el pecado y ama a Dios.
No será perfecto, pero sus deseos serán diferentes y también lo serán sus patrones de conducta.
Ese nuevo desarrollo hacia la santidad es la obra de Dios como veremos en capítulos siguientes.
Las Escrituras incluyen reiteradamente detalles de pecaminosidad, fragilidad y debilidad de los hombres incluyendo a los creyentes, y una persona sensata y honesta puede ver por sí misma esas verdades evidentes. Por lo tanto, el autoengaño es lo único que puede llevar a un cristiano a creer que en su propia debilidad e imperfección puede preservar el inmenso don de la vida espiritual que sólo pudo haber sido adquirido con la sangre preciosa y sin pecado del mismísimo Hijo de Dios.
Que un creyente ponga en duda su seguridad equivale a cuestionar la integridad y el poder de Dios. También significa añadir el mérito de la obra humana a la obra de Dios que ha recibido por gracia sin merecerla. También equivale a añadir la confianza en sí mismo a la confianza en nuestro Señor, puesto que si la salvación puede perderse por cualquier cosa que nosotros hagamos o no podamos hacer, nuestra confianza está depositada en últimas en nosotros mismos y no en Dios.
El ferviente poeta y predicador escocés Horacio Bonar compuso estas bellas líneas en un himno titulado “El cargador del pecado” (Hymns of Faith and Hope [Londres: James Nisbett, 1872], pp. 100-102):
Quiero tus lazos oh Cristo, no los míos, Suéltame de mi cadena, Y rompe las puertas de mi prisión, Nunca más estaré tras ellas. Quiero tu justicia oh Cristo, Sólo ella puede cubrirme; Ninguna justicia es efectiva, Solamente la que es tuya. Tu justicia y nada más Puede vestir y embellecer; Con ella envuelvo mi alma En ella viviré y moriré
LA ESPERANZA DE GLORIA DEL CREYENTE
y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Y no sólo esto, sino que también nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia; y la paciencia, prueba; y la prueba, esperanza; y la esperanza no avergüenza; (5:2b-5a)
Un tercer eslabón en la cadena irrompible que liga a los creyentes a Cristo por la eternidad y les da razón para gloriarse es que poseen la esperanza de la gloria de Dios. Puesto que se trata de la obra de Dios en todos y cada uno de sus aspectos, es imposible que la salvación se pierda, y la culminación de esa maravillosa obra divina es la glorificación definitiva de cada creyente en Jesucristo. “A los que antes [Dios] conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conforme a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó” (Ro. 8:29-30).
Como el apóstol ya ha establecido, la salvación está anclada en el pasado porque Cristo ha hecho paz con Dios a favor de todos los que confían en Él (5:1). Está anclada en el presente porque gracias a la intercesión continua de Cristo (He. 7:25), todo creyente se mantiene firme y seguro en la gracia de Dios (v. 2a). A continuación él proclama que la salvación también está anclada en el futuro, porque Dios da a cada uno de sus hijos la promesa inmutable de que un día ellos serán revestidos con la gloria de su propio Hijo.
Kauchaomai (nos gloriamos) es una expresión que denota júbilo y regocijo. El cristiano no tiene razón alguna para temer el futuro y todas las razones para regocijarse en él, debido a que tiene la esperanza asegurada por Dios de que su destino último es participar en la misma gloria de Dios. Jesucristo garantiza la esperanza del creyente porque Él mismo es nuestra esperanza (1 Ti. 1:1). En su bella oración como sumo sacerdote, Jesús dijo a su Padre celestial: “La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno” (Jn. 17:22). Un creyente no se gana ni merece su gloria futura en el cielo, pero habrá de recibirla de la mano del Dios de gracia, así como recibió la redención cuando confió por primera vez en Cristo y la santificación a partir de ese momento.
Nosotros sabemos “que fuimos rescatados de nuestra vana manera de vivir, la cual recibimos de nuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata”, Pedro nos recuerda, “sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros, y mediante el cual creéis en Dios, quien le resucitó de los muertos y le ha dado gloria, para que vuestra fe y esperanza sean en Dios” (1 P. 1:18-21; cp. Col. 3:4; He. 2:10). Y cuando nuestros propios cuerpos mortales y corruptibles sean resucitados un día incorruptibles e inmortales (1 Co. 15:53-54), serán aptos para recibir y desplegar la gloria divina de la Trinidad. “Nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas” (Fil. 3:20-21).
El Espíritu Santo mismo también es una garantía de la seguridad del creyente. “En él también vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida, para alabanza de su gloria” (Ef. 1:13-14).
Como Pablo explica a los creyentes corintios, nuestra glorificación empieza en parte, incluso en nuestra vida terrena presente: “Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Co. 3:18).
Debido a que nuestro entendimiento humano es tan imperfecto, resulta imposible para nosotros entender la maravilla y la magnitud de la gloria de Dios. No obstante, contamos con la seguridad que nos da el Señor mismo en el sentido de que un día no solamente habremos de contemplar su gloria divina sino que seremos partícipes de ella. La gloria de su propia santidad divina y perfección majestuosa resplandecerá en nosotros y a través de nosotros por toda la eternidad. Participaremos de la mismísima gloria de Dios porque hemos sido predestinados para ser “hechos conformes a la imagen de su Hijo” (Ro. 8:29; cp. 1 Co. 2:7). Dios nos ha predestinado de esa manera, explica Pablo más adelante en la epístola: “para hacer notorias las riquezas de su gloria, las mostró para con los vasos de misericordia que él preparó de antemano para gloria” (Ro. 9:23). En otras palabras, la gloria de Dios mismo se manifiesta por medio de su gracia, en el hecho de que Él comparta su gloria divina con aquellos que merecen únicamente la destrucción (v. 22).
Aunque su seguridad reposa por entero en la obra consumada de Cristo y el poder sustentador del Espíritu de Cristo, la vida externa de un cristiano dará testimonio de su vida espiritual interna. La obediencia al Señor no es lo que preserva la salvación, pero sí constituye una evidencia de ella. Nuestra perseverancia en la fe no es lo que mantiene firme nuestra salvación, pero constituye una prueba externa de que es real. Quienes renuncian a Cristo, bien sea por palabras heréticas o por llevar una vida impía de manera persistente, prueban que nunca pertenecieron a Él en absoluto para empezar (véase 1 Jn. 2:19).
El escritor de Hebreos declara que “Cristo como hijo sobre su casa, la cual casa somos nosotros, si retenemos firme hasta el fin la confianza y el gloriarnos en la esperanza”. Unos versículos más adelante añade, “Porque somos hechos participantes de Cristo, con tal que retengamos firme hasta el fin nuestra confianza del principio” (He. 3:6, 14). Él no está diciendo que nuestra seguridad espiritual descanse en nuestra propia capacidad para retener con firmeza a Cristo sino que nuestra capacidad dada por Dios para retener con firmeza es evidencia de que pertenecemos a Cristo. Es únicamente el hecho de que él nos retiene con firmeza lo que nos capacita para reciprocar y retener con firmeza lo que Él nos dio. Estos son los dos lados de la perseverancia cristiana: desde la perspectiva divina, Dios sostiene a los creyentes; desde la perspectiva humana, ellos se aferran a Él gracias a la fortaleza que les provee su Espíritu Santo.
Además de que nos gloriamos en nuestra firme esperanza de la gloria de Dios, también nos gloriamos en las tribulaciones. Esto es así porque ellas contribuyen a la bendición en el presente y a la gloria definitiva en el futuro. Thlipsis (tribulaciones) tiene el significado subyacente de encontrarse bajo presión, y se empleaba para aludir a la acción de exprimir olivas en una prensa a fin de extraer el aceite, así como exprimir uvas para extraer el jugo.
Las tribulaciones de las que Pablo está hablando no corresponden a los problemas que son comunes a toda la humanidad sino a las dificultades específicas que los cristianos padecen por amor de su Señor. Una de las promesas menos atractivas que la Biblia da a los creyentes es que quienes son fieles pueden estar seguros de que se encuentran bajo opresión de Satanás y del sistema mundano actual que está bajo su control. “Todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Ti. 3:12). La última bienaventuranza, que es tan extensa como todas las demás juntas, contiene la promesa de que la persecución trae la bendición de Dios (véase Mt. 5:10-12). Quizás debido a que esa bienaventuranza es tan poco atractiva a nivel humano, se da en dos ocasiones (vv. 10, 11) y va acompañada por la expresión de ánimo: “Gozaos y alegraos”, una actitud que se requiere tener cuando viene la persecución (v. 12).
La persecución por causa de Cristo en esta vida es en sí misma un adelanto o garantía de nuestra gloria futura. “Porque esta leve tribulación momentánea”, nos asegura Pablo, “produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria” (2 Co. 4:17). La persecución por causa de Cristo es evidencia de que estamos viviendo a semejanza de Cristo. “El siervo no es mayor que su señor”, recordó Jesús a sus discípulos; “Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán” (Jn. 15:20; cp. Mt. 10:24-25).
“Los que padecen según la voluntad de Dios”, dice Pedro, “encomienden sus almas al fiel Creador, y hagan el bien” (1 P. 4:19). Los cristianos no tienen razón alguna para angustiarse y sentirse desesperanzados en esta vida presente, sin importar cuán grande pueda ser su sufrimiento o cuán deplorable parezca ser su situación desde la perspectiva humana. Nosotros siempre deberíamos estar en capacidad de decir con la confianza sin reservas de Pablo: “Tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse” (Ro. 8:18). Como el apóstol continúa revelando, incluso “la creación misma será libertada de la esclavitud de corrupción, a la libertad gloriosa de los hijos de Dios ... y no sólo ella, sino que también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo” (vv. 21, 23).
Los cristianos no deberían solamente regocijarse en las tribulaciones porque esas penalidades son evidencia de una vida fiel que es bienaventurada y recompensada, sino también a causa de los beneficios espirituales que producen. Podemos gloriarnos en ellas sabiendo que la tribulación produce paciencia; y la paciencia, prueba; y la prueba, esperanza; y la esperanza no avergüenza. Nuestras aflicciones por amor a Cristo producen bendiciones cada vez mayores. No debería entonces parecer extraño, que los hijos de Dios estemos puestos para pasar tribulaciones en esta vida (1 Ts. 3:39).
Los versículos 3-5a de Romanos 5 constituyen una sinopsis sobre el tema de la madurez y la santificación del cristiano, que al igual que todos los demás aspectos de la salvación, se alcanzan por medio del poder y la gracia de Dios. En su bella despedida al final de su primera carta dirigida a Tesalónica, Pablo dice: “Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es el que os llama, el cual también lo hará” (1 Ts. 5:23-24).
Hupomonē (paciencia) también contiene el concepto de resistencia y la capacidad para continuar trabajando a pesar y en medio de fuerte oposición y grandes obstáculos.
La paciencia a su vez produce un carácter que ha sido refinado en el fuego de la prueba. La palabra griega dokimē (prueba) se aplica en el presente contexto al carácter del cristiano. El término era empleado para referirse al tanteo de metales preciosos tales como la plata y el oro realizado con el fin de demostrar su pureza. Cuando los cristianos experimentan tribulaciones que exigen paciencia, esa paciencia produce a su vez una prueba de su pureza espiritual. Así como el forjador utiliza un calor intenso para derretir la plata y el oro a fin de quitarles las impurezas físicas, también Dios hace uso de las tribulaciones para purificar a sus hijos y librarlos de toda impureza espiritual. “Bienaventurado el varón que soporta la tentación”, asegura Santiago a los creyentes; “porque cuando haya resistido la prueba, recibirá la corona de vida, que Dios ha prometido a los que le aman” (Stg. 1:12).
Tras dar la vuelta completa, por así decirlo, Pablo dice que la esperanza piadosa produce esperanza piadosa. Nuestra “esperanza de la gloria de Dios” (v. 2) se ve aumentada y fortalecida por nuestro Padre celestial mediante el proceso completo de tribulación, paciencia y prueba, cuyo producto final es la esperanza que no avergüenza. Entre más un creyente persigue la santidad, más se verá perseguido y atribulado y mayor aún será su esperanza al ser sustentado en todo ello por la poderosa gracia de Dios.